El escritor cree que ha pagado un alto precio por su honestidad, pero no claudica: “Con la madurez me he vuelto más punk”.
La risa de Hernán Migoya es estruendosa. Resuena a metros a su alrededor, revelando su presencia, su fuerza. Es su arma arrojadiza y, a la vez, su escudo contra los necios y los malintencionados; los censores y los castigadores. Ponferradino cosecha del 71 y criado en el extrarradio barcelonés. Crecido y alimentado espiritualmente a base de una cultura popular que moldea las hechuras de esa gran risa con la que se ha acabado carcajeando de todo y de todos, empezando por sí mismo, ya que, parafraseando a Julian Cope, de eso va el punk: de reírte de ti mismo antes de que lo hagan los demás. Y la de este verdadero autor maldito de las letras españolas, hoy afincado en Lima, es una risa punk que sólo se postra ante quien le da la gana, dándole igual perder o ganar. Y, claro, así casi siempre se pierde. Menos la honestidad, eso sí. Esa, Hernán Migoya la mantiene intacta.
-Empecemos por el principio: ¿qué hace que Hernán Migoya se enamore de la cultura popular hasta convertirse en uno de sus máximos defensores y exponentes en su edad adulta? ¿Qué tebeos, películas, libros te atraparon?
- Siempre fui un niño viejo deseoso de huir del mundo real. Y en mi clase social el escapismo era la ficción de aventura. Tal vez ser nieto de minero e hijo de carpintero me insufló un complejo de inferioridad que me hizo evitar inconscientemente todo lo que oliera a pedante. Quizás debí leer a Shakespeare en lugar de El Coyote de José Mallorquí. Por eso no soporto la palabrería de los escritores académicos y prefiero fabulaciones de verbo escueto.
¿Libros que me atraparon de niño? El arrecife del Escorpión de Charles Williams me descubrió que el escritor podía mentir incluso más allá de las mentiras consensuadas en el pacto de la ficción; El hombre menguante de Richard Matheson me hizo intuir que la vida adulta era realmente indeseable; Muerte en la escuela de Giorgio Scerbanenco me mostró que la perversión podía ser también infantil. El señor de la noche de Tanith Lee me enseñó que la fantasía poética también podía ser porno y viceversa. ¿Películas? Conan el Bárbaro de John Milius, El planeta de los simios de Franklin J. Schaffner y Los caraduras de Hal Needham, mi Biblia moral. ¿Tebeos? Purk, el hombre de piedra de los hermanos Gago, El corsario de hierro de Mora y Ambrós, Romeo Brown de Peter O’Donnell y Jim Holdaway. Tintín me aburría solemnemente: de algún modo intuía que los personajes sin energía sexual no me interesaban.
- Siempre has defendido que, a nivel de cultura popular —y de tolerancia a exabruptos, de conducta o ideológicos—, España tiene un complejo de vergüenza. Hemos ignorado lo propio, para luego rendir pleitesía a lo que viene de fuera.
- El desprecio hacia nuestra cultura popular por parte de todo aspirante a culto en España imagino que viene de que el manejo de la cultura sigue en manos de los pijos. Éstos se hicieron de izquierdas para distanciarse del dictador, pero no dejaron atrás su desprecio profundo al pueblo. A mediados de los ochenta vino Vázquez Montalbán —uno de los pocos intelectuales de entonces que defendía la copla— a la biblioteca de mi localidad de extrarradio y le pregunté por qué los intelectuales de izquierdas españoles abominaban del capitalismo pero morían de placer por todo lo yanqui: el jazz, el género negro, Hollywood... Reconoció la seducción de la cultura imperialista. Yo veo a Manolo Escobar cantando ‘El porompompero’ o ‘La campanita’ y no entiendo qué le tiene que envidiar a Elvis. Pero soy de pueblo, claro, y ya se sabe que los de pueblo somos imbéciles.
Siempre fui un patán para la prensa cultural, sólo ahora estoy siendo aceptado. Hace 20 años, únicamente críticos como Jesús Palacios y Fausto Fernández me entendían. Recuerdo una edición de la Semana del Cine de Terror de San Sebastián en la que los acreditados acabamos en una discoteca y, durante una conversación con uno de los críticos de cine más reputados del país, comenzó a sonar una canción de Chayanne y yo empecé a cantarla de un tirón, porque me encanta. Cuando quise darme cuenta, el crítico me miraba lívido, como si me hubiera convertido en un monstruo abominable. Así se resume mi relación con la intelectualidad española. No entienden la frivolidad, a no ser que provenga del mundo anglosajón. Entonces sí: pleitesía pura.
- En tu juventud te curtes en un mundo por entonces fértil como es el del cómic de ascendente underground. Cuéntanos un poco aquella época de tu trayectoria.
- Yo me enganché a los cómics a mis 13 años con Alpha flight de John Byrne. Luego la saga de Elektra de Frank Miller me hizo desear ser guionista hacia los 14. A los 17 me repelía leer superhéroes, al fin y al cabo personajes sin genitales. Empezó a interesarme el underground, los tebeos de Pons, Crumb, Nazario, Edika... Comencé a escribir guiones y publiqué los primeros gracias a mis amigos dibujantes Gambarte y Iron, que eran de poblaciones vecinas a la mía, en colaboraciones para la revista Makoki. Luego ofrecí mi trabajo a El Víbora. Pasaron de mis guiones, pero, al ver que era un jovenzuelo mínimamente estudiado, me ofrecieron sorpresivamente ser redactor jefe de la revista y ayudar a renovarla, porque se estaban hundiendo en las ventas. ¡Muy desesperados debían estar para contratar a un recién llegado imberbe! El caso es que aguantamos muy bien varios años e integramos, creo yo, a una parte importante de la generación más brillante del cómic independiente español de los noventa. Tras siete fantásticos años comprendí que ya no tenía nada nuevo que aprender ni aportar allí, me resultaba rutinario, y me despedí para dedicarme exclusivamente a escribir, pensando que me haría famoso y rico enseguida. Pobre idiota.
- Entonces llega la agridulce entrada en el mundo de la literatura con el libro Todas putas (El Cobre, 2003), con el que, usándoos a ti y a tu obra, se consuma una venganza política contra tu editora en base a un relato incluido en el volumen en que un violador se narra a sí mismo en primera persona… Ahí se te echaron a la yugular un montón de autores, periodistas y famosetes...
- Yo lo titulé Todas putas porque era una colección de cuentos románticos, creí que quedaba claro, y a mi editora, Miriam Tey, le entusiasmó, así que estaba tranquilo. Pero al libro lo acusaron de apología de la violación y no sé qué otras barbaridades. En realidad en los cuentos ni aparecen prostitutas ni la palabra ‘puta’ se refiere a las mujeres sino a toda la humanidad. Todos somos putas, desde el oficinista al funcionario, y también el famoso que hace cualquier cosa por seguir en el “candelabro”. El título es un guiño tanto al libro de Chester Himes Todos muertos como a la frase de Freddie Mercury “soy una puta de la música”. Yo siempre he sido puto, y a mucha honra. Otra razón para reírse de cierta pedantería que se estila en el sector literario español, donde tantos autores viajan con su propio pedestal portátil. Como aquel que decía en una entrevista que prefería ser buen padre a buen escritor. Esta gilipollez del falso buenismo es lo que hace que España tenga superávit de hipócritas. ¡Si quieres ser mejor padre que escritor dedícate solamente a ser padre y deja de hacerme perder el tiempo leyéndote!
- Todas putas tuvo detractores, pero también hubo quien te defendió e incluso hizo recular a la manada de lobos, como es el caso de Mario Vargas Llosa.
- Sí, yo le debo mucho a Vargas Llosa. Y a su mujer Patricia. No sólo me defendieron, sino que me recibieron en Perú cuando me casé allí. Siempre les estaré agradecido. También a Elvira Lindo, a Antonio Muñoz Molina, a Fernando Iwasaki o al editor Mihály Dés, que me permitió colaborar en la revista literaria Lateral cuando nadie daba un duro por mí. Le debo mucho a un montón de gente.
- ¿Qué le ocurre al Hernán Migoya post-Todas putas, a nivel de carrera literaria?
- Escribí un montón de libros para pequeñas editoriales que se animaron a publicarme, pero nadie quería leerlos y la mitad de los medios se negaban a reseñarlos. Mi novela Observamos cómo cae Octavio pasó desapercibida o la desdeñaron con cuatro exabruptos. Publiqué muchas que no tenían nada que ver en tono con Todas putas. Por algo mi ideal de artista es Franklin J. Schaffner, un director del que todo el mundo conoce sus películas, Papillon, Patton, El planeta de los simios o Los niños del Brasil, sin saber quién las dirigió. Así quería ser yo, y escribí todo tipo de historias. Pero la losa de Todas putas pesaba demasiado y nadie les prestó atención.
Cinco años después lancé la secuela, Putas es poco, pero porque me di cuenta de que, por tono satírico, cualquier cuento que escribiera podía lanzarse bajo ese marchamo. Y también para reírme del escándalo. Luego seguí escribiendo erotismo, ciencia ficción, terror, fantasía, en circuitos minoritarios. Me salvó de la miseria y la locura poder hacer también guiones de cómic. Al final descubrí que sólo si publicaba con el sello de la franquicia Todas putas podía cobrar. Así que metí todos mis nuevos relatos satíricos y de terror en el tercer volumen, 20 años después del primero. Y así nació Putas os quiero. ¿Ves cómo soy un putón?
- Incluso te reprenden en una antología de relatos premiados. ¡Esa nos la tienes que contar!
- Ah, sí. Dos años después de Todas putas, ante tantas puertas cerradas, pensé: “No he creído nunca en los premios literarios, pero si gano uno tal vez me respeten un poco más”. Así que me presenté a los Premios del Tren Camilo José Cela de Cuento 2005, con el relato más ligero y amable que he escrito en mi vida. De mil participantes de todos los países de habla hispana pasé a ser uno de los seis finalistas. Al final me entregaron un accésit y 500 euros y me fui tranquilo a casa. Meses después me llega el volumen recopilatorio de los cuentos y, en su prólogo, el director del jurado, un tal Rafael Conte, dice que soy “buen escritor, aunque quizá demasiado provocador para el gusto del jurado”. Me quedo de piedra, porque nunca he visto que un jurado que te premia te ponga luego a parir en la recopilación de los cuentos. ¿Acaso se querían distanciar de mí? Con la mosca tras la oreja llamé a la organización para saber si el pseudónimo con el que se mandaba la obra a concurso se mantuvo hasta la decisión final del jurado. La señora que me atendió confesó que el secreto de identidad de los autores se levantó al tener los seis finalistas sobre la mesa. Más claro imposible. ¡Imagínate las caras de los nueve señoros del jurado al descubrir que habían seleccionado al autor de Todas putas! Me echaron por la puerta de servicio con el accésit.
- Lo que no ha dejado de pasar nunca es que te callaras y no hablaras con brutal claridad sobre el estado (cultural) de la nación. Llegaste incluso a recibir una llamada de cierto big kahuna del cine español, intimándote a que te callaras…
- Sí, sólo le faltó enviarme una cabeza de caballo a casa. Denuncié a unos productores que habían estafado medio millón de euros al Ministerio de Cultura y a la Generalitat de Catalunya, y el tío me dijo que me callara, que señalando esa estafa estaba perjudicando al cine español… Con razón afirma que su película favorita es El padrino. Ahí me prometí que cuando me quedara sin madre me marcharía de España y no volvería.
- En efecto, llega un momento en el que emigras a Lima, de donde no te mueve ya ni Dios. ¿Nos cuentas todos los porqués de esta decisión?
- Todo lo que te he contado anteriormente. Mis padres me educaron mal: me educaron honrado. Y si eres honrado no puedes dedicarte al cómic, a la literatura o al cine —¡tal vez a nada!— en España. Te pasas la vida obligado a hacer la vista gorda y, al final, de tan gorda que se te pone la vista, te explota. Si eres pijo sí estás acostumbrado a mentir y ser diplomático. Yo vengo de un proletariado iluso que detesta la mentira y la corrupción. Mi sitio no está en España, y por suerte me di cuenta a tiempo. Sé que soy muy radical en mis decisiones y hay quien me toma por un bocazas cretino. Seguramente, pero no pueden decir que no haya sido consecuente ni pagado un alto precio.
- Con Baricentro (Reservoir Books, 2020), tu memoria sentimental de preadolescencia de extrarradio —y libro justamente muy aplaudido—, muchos tuvieron la impresión de que pasabas a una literatura de corte autobiográfico. ¿Qué te supuso escribirlo y tener tanto éxito con él?
- Quiero mucho a ese libro que escribí básicamente porque era la única manera de publicar en una gran editorial en España: un libro sin sexo, sin tacos y con frases cortas y claras, centrado en la memoria y de corte realista. Ha sido prácticamente mi único libro vendido en los últimos 15 años. Le tengo mucho cariño porque hablo de los charnegos en la periferia de Barcelona, los grandes olvidados o los grandes fingidores para que nos acepten en el establishment nacionalista. Es el testimonio de un niño de los años ochenta y un homenaje a mis padres, inmigrantes leoneses que se dejaron la piel en el trabajo para acabar languideciendo prematuramente de cáncer y de alzhéimer. Ese libro se lo debo a Jaume Bonfill, un editor que creyó en mí cuando mi nombre era veneno para las editoriales “de prestigio”.
- En ese momento, viajas entre Lima y Barcelona para estar con tus padres, que siempre habían estado a favor de que mantuvieras un perfil bajo en el huracán de las polémicas.
- Sí, pasé toda la pandemia con ellos, ayudando a mi hermano Jean a cuidarlos, hasta la muerte de mi madre. Murió en noviembre y en enero yo ya estaba de regreso en mi querida Lima. Mis padres nunca quisieron que yo me metiera en el ojo del huracán mediático. Son de esa clase baja formada por familias republicanas represaliadas que le tienen miedo a ser el centro de atención, porque con esta pueden venir desgracias.
- Tras Baricentro, te vuelves a quedar con el personal con Cleo (Laertes, 2022): una distopía rayana la psicodelia que bebe de tu experiencia con Todas putas, cuando autor y personajes fueron tristemente confundidos.
- Para sobrevivir mentalmente a la enfermedad de mis padres me embarqué a escribir ficción como loco. Y Cleo era el lugar más lejano al que podía viajar sin moverme de casa. Disfruté mucho con esa novelita situada en un hoy alternativo. Me pareció divertido imaginar una dictadura disfrazada de voluntad del pueblo donde los actores de cine solamente pueden interpretar un papel y luego se les mata por orden del Estado, para que no adquieran notoriedad y para que sólo se asocie su fisonomía a la del personaje interpretado. Es una forma de construir una mitología nacionalista fundacional mucho más sólida que las reales.
- Nadie nuevo cerca de ti (Pez de Plata, 2022), tu siguiente libro, es una pulp fiction negrísima que también encontró obstáculos.
- Sí, es una novela negra y de enigma criminal al mismo tiempo, casi seguramente mi mejor novela. Una editorial que la iba a publicar me pidió que fuera presentada antes a un premio municipal español, argumentando que si ganaba la promoción sería más contundente, avalada por el galardón. Ante su insistencia y confianza en la calidad de mi novela, y tras asegurarme de que no era un concurso amañado, accedí a presentarme, aunque sin entender por qué creían que tenía posibilidades de ganar, porque por la crudeza del contenido estaba claro que jamás vencería en un concurso financiado por el Estado. En efecto, no ganó y la editorial, inexplicablemente, se desdijo de publicarla. Ya la iba a enterrar cuando mostró interés en ella el sello Pez de Plata, donde ya había publicado mi colega y enorme escritor Sergi Puertas. Bueno, esta es la novela donde he fundido pulp y autobiografía hasta el extremo. Creo que es la más redonda y mi testamento español.
- Y para rematar, vas y —como decías antes— escribes un tercera parte de Todas putas. Y encima dices que es tu último libro y que ya no vas a escribir. Sabes que eso no es verdad, ¿verdad? Sabes que no te puedes —ni te debes— callar bajo el agua. ¿Verdad?
- No creo que viva mucho tiempo más, dudo que pueda superar la marcha de mi madre. Respiraré mientras pueda y lo encuentre fácil. Y no siento necesidad de volver a escribir. En Putas os quiero metí todos los cuentos que creía merecía la pena ver publicados de mi cosecha inédita de los últimos 15 años. Lo que me gustó es que con la madurez me he vuelto más punk y salvaje. Más indómito e insultante. En esa obra está todo lo que deseaba contar en trago corto. Hace poco me invitaron a publicar un nuevo cuento en el diario El Mundo y les escribí uno titulado ‘La última esperanza de la humanidad se llama Hitler’, pero sólo lo escribí porque quería meter ese titular bien grandote en un diario tan importante, a ver si lograba inducir al infarto a algún lector. Seguro que algún susto provoqué.
Pero ahora ya no tengo ilusiones, estoy viejo, en esa fase crepuscular en la que me apetece mucho más leer que escribir. Me siento como el vaquero Will Penny: todo lo que me llegue ahora ya llega tarde. Dice Juan Soto Ivars que yo escribo para el futuro, para los lectores del futuro, pero no creo que tampoco llegue a suceder: la historia de cada sociedad se basa en la permanencia de sus mentiras y su olvido.
Foto. David Campos