En la narrativa de mediados de siglo pasado se suele citar a Carmen Laforet y a Carmen Martín Gaite entre los grandes nombres del grupo femenino, pero hay una tercera Carmen que, vayan ustedes a saber por qué, ha permanecido en una nebulosa, sin lograr después del fin de la dictadura el reconocimiento que merece. Se trata de la catalana Carmen Kurtz, cuyo verdadero nombre era Carmen Rafael Marés, y que adoptó como pseudónimo el apellido de su marido de origen alsaciano. Muchos hoy la recordarán más por la serie de libros infantiles protagonizada por el niño Óscar y otros cuentos dirigidos a los más pequeños que por las novelas que publicó entre los años cincuenta y setenta. Ese puñado de títulos sobre los que aún pesa un silencio inexplicable la convierten, sin embargo, en una de las voces más relevantes de su generación; una autora que se atrevió a reivindicar, en la atmósfera deprimente, obtusa y machista del franquismo, unos derechos femeninos y a apuntar ideas que destacaban precisamente por su modernidad en este aspecto, escribiendo a favor del divorcio y de la necesidad para la mujer de una verdadera independencia y libertad frente al hombre.
Carmen Kurtz nació en Barcelona en 1911 y moriría en esta misma ciudad en 1999, alejada de los círculos literarios y únicamente recordada por un pequeño grupo de autoras más jóvenes, como Ana María Moix o Maruja Torres, que la consideraron siempre un modelo de generosidad e inteligencia. La juventud de la escritora estuvo marcada por la guerra: primero la española, de la que escapó para refugiarse en Francia, y después la europea. Las dos las llevó a su primer libro, Duermen bajo las aguas (1955), en lo que es una muestra de la huella autobiográfica que hay en su literatura, y que solo por las resonancias metafóricas que tiene el título, alusión a las experiencias y palabras que quedan por decir, sumergidas como los pecios de un naufragio, ya justificaría una revisión completa de toda la obra de la autora barcelonesa. En el país galo Carmen Kurtz permaneció casi ocho años trabajando para el consulado español, al igual que la protagonista de Duermen bajo las aguas, y allí nació su hija Odile, quien más adelante sería la encargada de ilustrar los cuentos y libros infantiles que escribió su madre. No regresaría a España hasta mediados de los cuarenta, poco después de que su marido, que estuvo dos años en un campo de concentración alemán, lograra evadirse. Se separarían en 1957.
En España, tras publicar su primera novela y habiendo obtenido por ella el premio Ciudad de Barcelona, Carmen Kurtz se topó con la severidad de una censura que metía mano y tijera a todo cuanto se publicaba, y más si se trataba de libros escritos por mujeres. La vieja ley (1956), su siguiente obra, fue suspendida y la autora tuvo que hacer una exhaustiva revisión del texto para que el ministerio le diera el visto bueno. Nada nuevo: esos rigores ya los habían padecido antes otras compañeras de generación, como Dolores Medio o Concha Alós, que vieron cómo sus trabajos eran mutilados o directamente prohibidos. Otras eran despachadas al subgénero de la novela rosa, muy popular en los años cuarenta y cincuenta y en donde, se pueden imaginar, se rezaba mucho y la mujer era siempre un modelo de virtudes según el canon de la Sección Femenina. Sobra decir que estos libros no tenían ningún prestigio académico.
Carmen Kurtz fue víctima de ese sambenito, del que se libró a medias con la publicación de El desconocido, que obtuvo en ese mismo año 1956 el premio Planeta, y en la que contaba el regreso de los soldados de la División Azul tras casi diez años en los campos de concentración soviéticos. Frente a los regustos patrioteros de otros libros que se publicaron por aquel entonces y que saludaban la vuelta a casa de los héroes, el de Carmen Kurtz se aparta de las proclamas propagandísticas y sobresale por su indagación en la problemática adaptación a la vida cotidiana de aquellos hombres a los que muchos habían dado por muertos, poniendo el foco en la perspectiva femenina, es decir, en la de aquellas viudas que habían pasado casi diez años esperando a sus novios y a sus maridos y que ahora tenían dificultades para reconocer y convivir con los ausentes. El desconocido, por cierto, que tuvo un gran éxito y alcanzó las diez ediciones, despertó la indignación de José María Castellet, aunque los ataques, fíjense ustedes, se centraban más en la tendencia del Planeta a premiar a mujeres en aquellos años que en la obra en sí.
La década de los sesenta sería la más fecunda en la carrera de Carmen Kurtz. Hasta cinco novelas vieron la luz en aquellos años, siempre dentro de una línea realista y crítica que ponía el punto de mira en la mediocridad de la clase media de la posguerra española y el sometimiento de las mujeres. Al lado del hombre, El becerro de oro, Las algas, En la punta de los dedos y Entre dos oscuridades tienen en común el cuestionamiento de muchos de los mitos de la sociedad patriarcal franquista y desvelan la hipocresía del medio social al que pertenecía la propia autora. No es de extrañar que esas novelas chocaran nuevamente con el órgano censor. Las algas, por ejemplo, que se aproxima a otros títulos como Tormenta de verano de Juan García Hortelano por su retrato de la burguesía ociosa y decadente de los sesenta, se encontró con una oposición cerril y a la autora, si no quería renunciar a la publicación, no le quedó más remedio que suprimir páginas enteras, aun a pesar de que eso alterara profundamente la estructura del libro. Lo mismo ocurrió con En la punta de los dedos, en la que no tuvo reparos en denunciar la violencia doméstica y las dificultades que tenían las mujeres para denunciar esta situación y obtener protección. En todos los casos la acusación de la censura fue siempre la misma: aquellos libros subvertían principios morales, religiosos y políticos y los personajes, especialmente los femeninos, transgredían la imagen de abnegación y pureza que el régimen había construido en torno a la mujer.
En 1973 Carmen Kurtz comenzó la publicación de Sic transit, la trilogía con que culminaría su obra y que se compone de los siguientes títulos: Al otro lado del mar, El viaje y El regreso. Con estas tres novelas, a las que se sumaría Cándidas palomas en 1975, Carmen Kurtz se despidió de la narrativa para adultos. En los años siguientes, como les decía antes, se dedicó a las obras para niños, llegando a ser finalista del Hans Christian Andersen, los premios Nobel de literatura infantil, y a la traducción, desde Céline a Albertine Sarrazin. Tal vez estuviera harta de pelearse con los bolígrafos rojos y la estulticia de los censores o quizá eligió, como muchas de las protagonistas de sus novelas, una forma de evasión. Sea como sea, desde la llegada de democracia hasta su definitivo silencio en los años noventa, cuando a causa de una operación de cataratas perdió la visión, la obra de Carmen Kurtz, como la de otras compañeras de generación, fue cayendo en el olvido. Su figura quedó opacada por las de otras novelistas más jóvenes, pero bien pudiera ser la causa de esa progresiva invisibilidad el hecho de haber sido una «chica rara», como llamó Carmen Martín Gaite a todas aquellas mujeres que destruían los tópicos heroicos del franquismo y no asumían el papel de víctimas obedientes.
Debo el descubrimiento de la obra de Carmen Kurtz a un buen amigo que puso en mis manos La vieja ley, la segunda de sus novelas. No sé si es una de sus mejores obras, ahí están Las algas, El desconocido o Duermen bajo las aguas, pero estoy convencido de que es uno de los más extraordinarios relatos que se han escrito sobre la Barcelona de posguerra y un pormenorizado estudio acerca de la educación que recibían las mujeres de la época. En cuanto a lo primero, habría que reflexionar por qué cuando se enumeran las obras de nuestra narrativa que aparecen ligadas a la capital catalana, esta novela de Carmen Kurtz no figura entre ellas. En La vieja ley se nos cuenta la historia de Viky Iturbe, una muchacha que, a falta de una educación o una trayectoria laboral bien consolidada, acaba viéndose obligada a prostituirse para salir adelante en la España de los cuarenta. Son los años del hambre, del estraperlo y la autarquía y en esas circunstancias una mujer sola tiene muy difícil su futuro. En el relato intervienen primero los cuatro hombres con los que la protagonista ha tenido una relación amorosa y se deja la conclusión para la propia Viky, quien narra su infancia, adolescencia y llegada a la madurez. Sí, el argumento puede resultar manido y hasta cursi, pero en manos de Carmen Kurtz esa trama sobre la búsqueda del amor, la realización personal y el cumplimiento de unos deseos, nunca del todo satisfechos, no es más que un pretexto para examinar la precaria educación afectiva de la mujer de entonces, que le impide asumir una verdadera identidad y la ata a unas convenciones sociales, condenar la imposición de unos roles y cuestionar la naturaleza y sentido de unas relaciones que siempre están determinadas de antemano por la desigualdad dentro de la pareja.
Destrozada por la censura en su primera versión, la novela destacaba, además, por atreverse a tratar el tema de la prostitución e incluso del aborto, asuntos espinosos que, si encima eran abordados por una mujer, limitaban cualquier opción de que el libro viera la luz. Carmen Kurtz, que llegó a escribir al siniestro Arias-Salgado para lograr una revisión de su expediente y conseguir la autorización pertinente, tuvo que emplearse a fondo en las correcciones sin renunciar a sus propias ideas y es por eso por lo que todos los aspectos que les he mencionado antes están bastante diluidos. No por ello la novela pierde su impacto. Leída hoy constituye uno de los más arriesgados testimonios de la situación de la mujer en las primeras décadas del franquismo y una intensa denuncia de los modelos que se asignaban en aquella sociedad y cuya pringue, aunque no seamos conscientes de ello, nos sigue manchando.
No busquen La vieja ley en las librerías. La suerte literaria de Carmen Kurtz se merecía algo mucho mejor, pero, como ya les dije al principio, su obra acumula paladas de tierra y no ha habido una sola editorial que en estos tiempos se haya preocupado de recuperarla. Parece, no obstante, que esa situación está empezando a cambiar con la publicación en los últimos años de los trabajos de algunos críticos y estudiosos que se han empeñado en reivindicar a Carmen Kurtz y ponerla en el lugar que le corresponde. Ojalá sea el comienzo de algo más. Sirvan estas palabras para insistir en ello.
Álvaro Acebes Arias (León, 1990) es licenciado en filología hispánica y profesor de Educación Secundaria. Doctorando en la Universidad de León con una tesis sobre la obra del escritor Rafael Chirbes, ha realizado además estudios sobre los distintos cauces de la narrativa española, con especial interés en figuras como Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón. También ha participado en revistas, medios literarios y en organizaciones culturales como el Club Cultural Leteo de León o el Seminario Permanente Claudio Rodríguez de Zamora.