El editor Enrique Murillo explica su relación personal con Salman Rushdie y traza una semblanza del escritor a la luz de su novela 'Cuchillo'
Cuchillo no es un libro circunstancial, aunque lo sea. Salman Rushdie cuenta en él el fallido intento de asesinato del que fue víctima el 12 de agosto de 2022, en Chautauqua (Nueva York). Reitero: no es circunstancial porque trata de ir al meollo de la cuestión, más allá de los datos desnudos.
La buena noticia es que, tuerto y manco y dolorido en cuerpo y mente, tras el atentado Salman Rushdie sigue escribiendo y lo sigue haciendo en unos niveles estilístico y mental tan asombrosos como en la gran mayoría de sus libros. Cuchillo es el triunfo de los principios frente a la barbarie, del lenguaje y el pensamiento articulados frente al odio inmotivado y sus cuchilladas ágrafas. Un libro en el que la compasión y el dolor, el agravio y la ira, se dan la mano.
Es modélico en su conjunto y en sus pequeños detalles, por ejemplo cuando Rushdie narra en brevísimas líneas los sueños que tuvo durante la convalecencia. O en esa escena cargada de emoción en la que recuerda a sus amigos de la partida londinense de póker en los ochenta (Martin Amis, Ian McEwan y él) ahora que Amis ya ha fallecido; o de algunos escritores que también fueron objeto de apuñalamientos, como Naguib Mahfuz y Samuel Beckett. Y recuerda a otros colegas y amigos de su edad (Rushdie tenía setenta y cinco años en el momento del ataque) que ya han fallecido, como Angela Carter, Bruce Chatwin, Raymond Carver, Christopher Hitchens, miembros de una generación que cambió el rumbo de la narrativa anglosajona a partir de los años ochenta. ¿Por qué la muerte no llamó a mi puerta?, se pregunta. Nunca siente pena de sí mismo. Nunca abandona su idea de que luchar por la libertad de expresión, propia y de todos los demás, es lo mejor que puede hacer. Aparte de seguir escribiendo.
En Cuchillo está el relato del momento en que un tipejo vestido de negro y de alma gris se lanzó sobre él
Cuando ocurrió el atentado, Rushdie corregía galeradas de su última y espléndida novela, Ciudad Victoria . Y vivía el comienzo de una historia de amor con Eliza, poeta y creadora audiovisual. Dos circunstancias gozosas contra las que de repente irrumpe A. (de Asesino, le llama solo así), uno de tantos millones de personas que creen en un solo libro, lo que los convierte en instrumentos de la barbarie.
Tras mejorar de las heridas y sus terribles consecuencias sobre todo físicas, Rushdie hizo algún intento de continuar la novela que tenía en la cabeza antes del fatídico día, pero no avanzaba. Se lo contó a Andrew Wylie, su agente (para él, una persona próxima, lejos de la caricatura del “tiburón” negociador), quien le aconsejó escribir sobre el atentado. Lo mismo que hizo Carmen Balcells con Isabel Allende cuando su hija quedó convertida en vegetal, conectada a una máquina: “Te regalo este cuaderno. Cuéntale su vida, tu vida, Isabel”.
Rushdie es un escritor enorme cuya obra ha quedado en parte oscurecida por la hipervisibilidad no deseada que adquirió cuando el ayatolá Jomeini dictó una fatua contra él. En Cuchillo está, y con todo lujo de detalles, el relato del momento en que un tipejo vestido de negro y de alma gris se lanzó sobre él y le asestó todas las cuchilladas que pudo hasta que alguien le paró. Rushdie aun no sabe por qué, pero él no trató de frenarle. Porque cuando le ve acercándosele, Rushdie no reacciona, no contraataca, solo alza un brazo, y en ese brazo recibe la primera de las cuchilladas.
En el libro están la medicina y las medicinas; las enfermeras y terapeutas; la lenta curación de las múltiples y gravísimas heridas; el primer encuentro ante el espejo con su nueva imagen, un hombre ahora tuerto al que se le vencen los labios hacia un lado, entre otras secuelas… Está el recuerdo de los motivos de solidaridad que le condujeron a esa pequeña ciudad, refugio para escritores perseguidos. Y todo el lentísimo proceso que ha permitido su supervivencia. Todo, pero sin un miligramo de morralla para la curiosidad perversa, sin autoconmiseración.
Rushdie es un escritor de verdad, y lo tiñe todo con la inteligencia de las reflexiones, y con la fuerza de su sentido del humor que arranca al lector carcajadas en medio del patetismo de lo que narra. Importan las preguntas que formula: por qué alguien que apenas conocía un párrafo de Los versos satánicos , y le había visto alguna vez en YouTube, se cala un pasamontañas, toma un cuchillo y trata de cumplir una sentencia de muerte dictada treinta años atrás. Qué extraña cosa es el destino, por qué pasó de largo.
Recomiendo de todo corazón la lectura de este libro que tiene incluso fragmentos de ficción (detesto los spoilers, no contaré en qué sentido). Lean todo Rushdie, el más gran fabulador anglosajón de los últimos cincuenta años, a la altura de su maestro García Márquez. Empiecen por el final, por Ciudad Victoria, sigan por Hijos de la medianoche, y se harán adictos. Dice Salman Rushdie que el arte no es un lujo sino un instrumento que nos ayuda a pensar las cosas incomprensibles de la vida. Porque, a diferencia de las religiones, el arte acepta la crítica, el debate, incluso el rechazo. Todo, menos la violencia.
Mi amigo Salman
He tenido el honor y la suerte de gozar de la amistad de muchos de los autores a los que he publicado. En mis largos decenios trabajando en el sector de la edición (en 1969 escribí mis primeros informes de lectura), siempre estuve del lado de los autores. Son muy interesantes, buenos conversadores y sin ellos no haría falta que hubiese editores… Pero compartir riesgos con un autor crea unos lazos muy especiales. Esa es la base del vínculo amistoso que une desde hace muchos años a Salman Rushdie con quien fue su primer editor español en un momento (1994-95) en que la amenaza parecía no ser ya muy grave.
Siempre hemos mantenido el contacto. Siempre que le he pedido un favor, me lo ha hecho, pues Rushdie es generoso, amable, amigo de sus amigos y la persona más bonancible que se pueda imaginar, aunque también un brillante espíritu satírico cuyo humor no divierte a todo el mundo. En Cuchillo hay un autorretrato en el que describe lo que ve en el espejo la primera vez que mira su imagen tras el atentado: cicatrices de las cuchilladas en la frente y una comisura de los labios, el ojo derecho cerrado por unos puntos de sutura, y el otro mirando con sorpresa el panorama, que corona un pelo revuelto.
En 1989 dictó pena de muerte contra él, por supuestas ofensas religiosas, un líder religioso y político iraní carente de sentido del humor y, sin duda, uno de los peores críticos literarios de la historia, pues no entendió que Los versos satánicos era una novela cómica. En julio de 1991 falleció, víctima de un atentado, Hitoshi Igarashi, el traductor de esa novela al japonés. Poco antes Ettore Capriolo, el traductor italiano, había sido apuñalado en Milán, pero sobrevivió. También lo hizo, tras meses en un hospital, William Nygaard, editor de Aschenhoug, la editorial noruega que publicó Versos satánicos.
The moor’s last sigh (El último suspiro del moro) es la primera novela que Rushdie fue capaz de escribir desde aquel aciago momento en el que pusieron precio a su cabeza. En 1994 todavía cundía un justificado temor internacional a hacer nada que tuviera que ver con aquel autor. En aquel entonces yo trabajaba como director editorial de Plaza & Janés, la empresa propiedad de Bertelsman que fue el núcleo en torno al cual se creo lo que finalmente se llama Penguin Random House Grupo Editorial.
Viajé ese año a Londres y Sally Riley, directora de foreign rights de Aitken, Stone & Wylie, me dijo que Salman Rushdie había terminado una nueva novela. Plaza & Janés estaba cambiando. Publicábamos desde hacía un año una nueva colección literaria que inauguró Juan Marsé con El embrujo de Shanghai y donde iban saliendo libros de Marguerite Duras, Michael Ondaatje y otros nuevos talentos. Tras leer la novela pasé oferta, que fue aceptada.
Scotland Yard me envió enseguida un mensajero. Un mando de la Special Branch que me dio un cursillo acelerado de seguridad de cara a la promoción. Queríamos contar con el autor en España y América Latina. El inspector no parecía extraordinariamente alarmado, pero se mostró estricto sobre lo que debíamos hacer. Con Salman Rushdie solo nos conocimos cuando llegó a España. El trato era como si nos conociéramos de toda la vida. Él venía de unos años encerrado sin salir casi jamás de la casa donde le mantenían escondido, y tener alguien con quien charlar que no fuera un agente de seguridad era muy relajado.
El protagonista de la novela, al que todo el mundo llama Moro, es descendiente de una multitud de culturas y religiones; en último término su familia viene de Boabdil, el rey musulmán que rindió Granada a los cristianos. Por eso, una de las piezas fundamentales de la promoción consistía en llevarle a visitar la Alhambra. Cerraron aquella mañana el monumento, y Antonio Muñoz Molina (empleado del ayuntamiento), nos contó en inglés todo lo que íbamos viendo y escribió una crónica que luego fue publicada con sus fotos en España y periódicos del resto mundo.
En las páginas de La Vanguardia rememoré el día en que, viendo que la seguridad en España era muy flexible, me pidió que camináramos él y yo solos por las calles de Madrid, dejando atrás a los policías de paisano con su esposa. Lo relajado que fue el paseo, los vítores y aplausos de quienes distinguían su rostro inconfundible. Luego organicé una cena con él y Sergio Vila-Sanjuán.
También charlamos sin parar, de libros y de la vida, durante los viajes en coche blindado. Me contó que ya no soportaba más el encierro en el que el gobierno británico le obligaba a vivir para garantizar su seguridad. Hablaba por los codos, contento de no tener que hacerlo con los policías que vivían en su casa de Londres, los únicos que, aparte de su pareja, se relacionaban con él desde hacía años. “Y, encima, ¡hay uno que está haciendo su tesis doctoral sobre mí!”, se quejó mientras sonreía. Porque a Salman le encanta charlar y reír, bromear. De hecho, en su prosa extraordinaria, tan juguetona como la de Joyce y tan brillante como la de Dickens, destaca junto a su imaginación de fabulador, un sentido del humor inagotable.