El nombre de Ana María Moix, quien entendió la escritura como una forma de pensar el mundo, honra a la biblioteca barcelonesa del Fort Pienc
Convienen varios amigos de Ana María Moix (Barcelona, 1947-2014) en la alta probabilidad de que la brillante, tímida y discreta autora se hubiera reído bastante al enterarse de que acaban de poner su nombre a una biblioteca barcelonesa. Una risa sin estallido; hacia dentro, descreída e irónica (nunca sarcástica), un poco gamberra, porque la querida Moix pudo arrastrar algunas heridas –cada uno acarrea las suyas en el zurrón– pero jamás la del narcisismo.
Fue el pasado 11 de abril, la víspera de su 77º aniversario –el maldito cáncer se la llevó de forma prematura hace justo 10 años–, cuando la biblioteca del barrio del Fort Pienc, una especie de apéndice oriental del Eixample, estrenó su nueva nomenclatura mediante un homenaje entrañable al que asistieron la familia, editores, representantes de la agencia literaria Carmen Balcells y amigos: Pere Gimferrer, Enric Majó, Neus Aguado, Clara Usón, Ana Maio (relaciones públicas de Bocaccio) y los que a buen seguro me dejo en el tintero.
Laia López leyó algunos de sus poemas. Mientras que el editor y poeta Andreu Jaume, la ensayista y crítica literaria Anna Maria Iglesia, y Rosa Sender, médico psiquiatra y compañera de la escritora, iluminaron su figura desde varios ángulos, las distintas Anas que convergían en el caleidoscopio de una persona irrepetible.
Todos los testimonios coincidieron en subrayar su bondad y extrema generosidad. "Ana Moix se pasó la vida hablando de los libros de los demás" en un mundo donde abunda el egocentrismo y la obsesión por la propia imagen, se encargó de recordar Jaume, autor del prólogo a su Poesía completa (Lumen) y editor del volumen.
Es cierto. Ana siempre tenía tiempo y disposición para leer manuscritos ajenos, de amigos, conocidos o saludados, "sin cobrar un duro y sin quejarse", recordó Sender en la ceremonia. Aparte de su desprendimiento, una lectura de la Moix constituía un décimo premiado en la lotería, pues pocas mentes estaban tan dotadas como la suya para la lectura analítica. Fina como el aguijón de una avispa. Con una acendrada capacidad de observación. Una inteligencia diamantina y a la vez dúctil.
Aún me parece verla sentada en el sofá amarillo de su casa, dispuesta a prestar un libro, a recomendar una película, a prodigarse en consejos desinteresados, en la escucha constante. O a llamarte un domingo por la noche, porque se acordaba de tu escuchimizado proyecto: "Corre, pon la tele; ahora empieza un documental que puede interesarte".
La década de su fallecimiento y la feliz publicación de varias de sus obras han inspirado en los últimos meses escritos, semblanzas y críticas que poco a poco van diluyendo las etiquetas que se le impusieron, inevitables porque ayudan a simplificar la complejidad del mundo: musa de la gauche divine, la única mujer de los poetas novísimos, la niña precoz, la hermana de o la nena. Fue Terenci Moix quien acuñó el apodo, pues solía repetir "la que vale de los dos es la nena", recordó Anna Maria Iglesia en un estupendo reportaje para reivindicarla.
Ana María Moix fue una autora de los pies a la cabeza, dueña de (o poseída por) una vocación literaria diabólica que entendía la escritura como "una manera de pensar, de sentir, de ver el mundo". Se desprende sobre todo tras la lectura de dos libros: Detrás del telón (Trampa), editado por Nora Catelli y Edgardo Dobry, que incluye el curso de creación que impartió en julio de 2012 en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander; y De mar a mar, la correspondencia que compartió con Rosa Chacel, exiliada en Brasil. Ana tenía 18 años y ya se sabía tocada por el rayo: "Sé que me gusta escribir y me horroriza pensar que un día pueda dejar de hacerlo. No puede suceder".