Antes de que el séptimo arte hubiese ilustrado la vida de Cristo en los trece cuadros que rodaron los hermanos Lumière en 1897 para Vida y pasión de Jesucristo (La vie et la passion de Jésus-Christ), la pintura, el grabado o la escultura ya habían edificado una iconografía precisa sobre el tema. Durante siglos, las imágenes apenas habían variado, de modo que al cine solo le quedaba mostrar respeto hacia la tradición que las demás artes fueron fijando a través de frescos, iconos, bajorrelieves o esculturas, al principio de forma involuntaria y luego de manera más consciente. Por eso muchas películas que han abordado algún aspecto de la religión católica suelen tener rasgos pictóricos o reproducen escenas tomadas de esculturas clásicas. Incluso Pier Paolo Pasolini quiso dejar clara su deuda con el pintor Piero della Francesca en El evangelio según San Mateo (Il vangelo secondo Mateo, 1964), una versión marxista de la figura de Jesucristo (interpretado por el actor español Enrique Irazoqui), hecha con tanto ascetismo como respeto. También Norman Jewison quiso rendir pleitesía al arte en Jesucristo Superstar (Jesus Christ Superstar, 1973), con motivos escénicos y cromáticos extraídos de la cultura hippie.
Cuando un cineasta pretende abordar algún asunto relacionado con la religión, sabe que está jugando con fuego. Al menos Mel Gibson lo sabía al dirigir La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004). Quizás por eso después de finalizarla le hizo un pase especial al papa, como muestra de buena fe y para obtener de paso su bendición, que él le dio sin ningún problema. Pero lo que a la máxima autoridad de la Iglesia le pareció una visión justa y realista desató la polémica entre quienes acusaron a la película de ser antisemita y quienes le reprocharon al actor y cineasta australiano el baño de sangre con que ilustra las últimas horas de la vida de Cristo (James Caviezel). Vaya por delante, aquél era un espectáculo totalmente nuevo aunque la historia siguiera siendo la misma. La imagen de Cristo no tenía nada que ver con esos cristos crucificados a los que estamos acostumbrados, en algún rincón de nuestras casas o en el de cualquier iglesia, ni siquiera se parecía a otros cristos cinematográficos, por más polémicos que hubiesen sido. El sufrimiento que nos había costado palpar de verdad en las pantallas de los cines, acaso pensando que el Hijo de Dios estaba por encima de él, era tan expresivo en aquella película que resultaba hiriente. Dudo, eso sí, que su director buscase la polémica para sacar partido de ella en las taquillas de los cines. Para eso, no habría hecho falta rodarla en arameo y latín, tampoco habría sido necesario contratar un elenco de actores en su mayoría desconocidos, darle una textura metálica y sucia a su fotografía, utilizar una banda sonora tan desconcertante a veces o despojar muchos momentos de sentido narrativo.
Las últimas horas de Cristo en el mundo, mientras era torturado, golpeado, apedreado, escupido, insultado, crucificado y por último herido con una lanza, son el núcleo central de la película de Mel Gibson. Son, sin duda, los peores momentos para reparar en sus palabras y en sus milagros, de ahí que no se haga un excesivo hincapié en ellos, dándolos por conocidos o por irrelevantes, si bien se ve, por ejemplo, cómo le devuelve a un soldado romano una oreja que le había cortado uno de sus discípulos. El objetivo de La Pasión de Cristo no es la elevación del personaje, más bien es un análisis pormenorizado del ambiente de caos que reinaba en aquel momento en Israel, donde las autoridades militares romanas apenas tenían peso ante las autoridades religiosas judías. También es un intento de trasformar a Cristo en un hombre, durante la última prueba que hubo de atravesar antes de convertirse definitivamente en un símbolo para la comunidad cristiana que se formó a partir de su muerte. Si en La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988) Martin Scorsese quiso poner de manifiesto cuál fue el sacrificio de Jesucristo (Willem Dafoe), que renunció a tener una esposa, unos hijos o una familia, Mel Gibson se conformó con ilustrar la dimensión de su sufrimiento, para dejar claras a partir de él la crueldad del mundo que le rodeaba y la necesidad de que se hiciese algo para intentar frenarla, disminuirla, sofocarla.
El papa Pío X prohibió en 1913 el uso del cine en la enseñanza religiosa. Las películas le parecían demasiado frívolas como para permitir que alguien pudiese algún día llegar a tomárselas en serio. Además, por aquel entonces no estaba claro si un actor podía fingir ser Cristo; no era como en los cuadros, donde el modelo no existía para el espectador. En 1962, Pier Paolo Pasolini acudió a un congreso celebrado en Asís, donde cristianos y marxistas debatieron algunas partes de la Biblia. Religión e ideología intentaban acercar posturas, haciendo relecturas conjuntas y casi siempre encontradas, en busca de una materia común. Fue entonces cuando Pasolini se enamoró del evangelio según San Mateo, que es el menos especulativo y el más concreto con respecto a la figura de Jesucristo. Le gustó sobre todo que no apareciese como un profeta de púlpito a quien los demás debían acercarse, sino como un viajero dispuesto a alimentarse por el camino y al mismo tiempo lo bastante determinado para entregar sus enseñanzas allí por donde pasase. Cristo, a diferencia de otros viajeros, no era ni un conquistador ni un comerciante. Quería liberarse y liberar. Su tarea, claro, no era sencilla. Debía renunciar a su condición de hombre si quería recordársela a los demás.
Al año siguiente, Pasolini hizo un viaje a Palestina e Israel en busca de localizaciones para rodar poco después El evangelio según San Mateo, que en realidad se titula El evangelio según Mateo, quizá porque la santificación del personaje a él no le resultaba necesaria. De aquel viaje surgió Sopraluoghi in Palestina per il film “Il vangelo secondo Matteo” (1963), un mediometraje donde se traza el mapa real del camino que siguió Jesucristo hasta su muerte, mientras el nuevo estado de Israel desmontaba poco a poco la posibilidad de encontrar en él algún atisbo de las antiguas verdades. Las alambradas, el ejército, los kibutz y el arrinconamiento de los palestinos habían borrado la esencialidad de los paisajes, también habían borrado la espontaneidad de los seres humanos, aunque los niños árabes aún fuesen capaces de sonreír. Con cada plano, Pasolini solo apuntalaba la imposibilidad de filmar una historia real en un lugar así. Su intención no pasaba por articular el texto con el lenguaje cinematográfico sino con la realidad, si no quería caer en la tentación hollywoodiense de crear un espectáculo. Para él no se trataba de filmar la narración de una aventura sino más bien de filmar la aventura de una narración. Por eso regresó a Italia determinado a encontrar allí, en el sur, escenarios todavía vírgenes donde la historia de Jesucristo fuese un ejemplo de modernización social que, paradójicamente, se oponía a la modernidad. De alguna forma, Pasolini lo que intentaba mostrarnos era una versión antropológica más allá de nuestras escalas de poder, sin considerar a un pueblo inferior ante otro ni a un ser inferior ante los demás. Quería redefinirnos a través de una dignificación humana, oponiéndose a cualquier cosificación cultural o social.
A Pasolini le interesaron mucho las enseñanzas de Cristo, que convertían en bienaventurados a los que sufren y padecen necesidad, que intentaban fortalecer a los más débiles, que denunciaban la intransigencia de quienes detentan el poder, que denunciaban la falta de empatía y que celebraban el dolor como quien concibe la vida a partir de su descomposición. No le interesaba, sin embargo, el ser todopoderoso que había descrito el cine hasta ese momento. Eso fue lo que lo empujó a dedicar su película al Papa Juan XXIII, que abogó en el Concilio Vaticano II por una Iglesia sin grandilocuencia, más apegada a los Textos Sagrados que a su interpretación. Y eso mismo fue lo que lo empujó a rodar El evangelio según San Mateo sin atender a otros modelos fílmicos, evitando así la tentación de la intertextualidad cinematográfica aunque atento pese a todo a modelos pictóricos despojados de todo efectismo, como Giotto o Piero della Francesca. También fue lo que lo determinó a buscar a un actor virgen, sin experiencia previa delante de una cámara, para interpretar a Jesucristo. De ahí surgió Enrique Irazoqui.
Lo que hasta hoy mismo sigue resultando asombroso en esta película de Pier Paolo Pasolini es su falta de conciencia sobre lo que cuenta, convirtiéndose en lo que es a medida que avanza. Jesucristo no sabe que es Jesucristo desde el principio, lo descubre —al mismo tiempo que lo descubrimos los espectadores— mientras avanza por el desierto, sin un rumbo concreto pero en dirección a su destino. Por eso en tantos momentos se comporta como hombre, doliente ante sus padecimientos o iracundo ante la estupidez. Tiene sed, grita. Sonríe, se enoja. Habla, escucha. Camina, se para. De algún modo, el paisaje lo moldea igual que él moldea a quienes lo habitan, haciéndoles ver quiénes son y no quienes les han obligado a ser las circunstancias. Si el cine consiguió que una imagen se pusiese en movimiento, Pier Paolo Pasolini parece querer ceñirse a ese prodigio, atento a una austeridad compositiva que rechaza la imagen en sí misma y que la convierte en un proceso. Sus desiertos, por así decirlo, son espacios —como se decía en aquel western— y los espacios se cruzan. No son postales ni lugares donde el exotismo justifique un encuadre, son solo pasos, fragmentos de un viaje que hasta hoy en día no se ha acabado, quizás porque nunca terminará de desvelarnos sus secretos.
Muchas veces el cine de aventuras nos propone un trayecto que va de lo conocido a lo desconocido. Un grupo de exploradores debe atravesar un peligroso territorio, en busca de un tesoro o de alguien a quien se da por perdido. A lo largo del trayecto la muerte acecha de manera constante. Sin embargo, al final se alcanza el objetivo, dejando algunas bajas a la espalda. La pregunta entonces es: ¿y el camino de vuelta? Aunque se correrán los mismos riesgos, casi ningún cineasta se ha preocupado por mostrar el regreso de sus personajes al punto de donde partieron. O si lo ha hecho, ha sido por medio de una elipsis, quizás dando por hecho que no nos interesará repetir una experiencia similar. Antes de El evangelio según San Mateo, el cine no mostraba demasiadas dudas para ilustrar las Sagradas Escrituras. Seguía el dictado de textos y de las artes plásticas, dando forma a imágenes que uno apenas tenía que reconocer. Pasolini fue el primero en tomar un camino divergente. En su película se demora en el trayecto que recorre Jesucristo, para mostrar la dureza del terreno y la incertidumbre que le asaltaba en todo momento. ¿Qué iba a descubrir? ¿Cuál sería su recompensa cuando llegase al final? ¿Quién le esperaba allí? ¿Habría alguna vez un viaje de regreso? ¿Regreso a qué? ¿Adónde?
Pasolini no creía en los milagros, creía en la capacidad de una cámara para convocarlos. Eso explica que confiase en los tiempos muertos y en las secuencias interminables (y a menudo absurdas) como vehículos para alcanzar la epifanía. Muestra en varias ocasiones a Jesucristo entre ruinas en mitad del desierto, y la desnudez de las imágenes sirve para expresar sus anhelos. Para hacernos entender a los espectadores que es un personaje que espera. Espera algo que también esperamos nosotros y que quizás no llegue a producirse si ya tenemos en mente cuál y cómo ha de ser la conclusión de esta historia, si visualizamos el milagro como se ha hecho en anteriores ocasiones, si no le damos al cine una nueva oportunidad para descubrir lo que hasta entonces había descubierto casi siempre de la misma forma.