En “El rostro y sus máscaras” (editorial Acantilado) el escritor argentino nos acerca con su erudición poética a la máscara como extensión del rostro en múltiples culturas a lo largo de la historia.
Mario Satz tiene el don de la brevedad hasta en su apellido. Este argentino itinerante es uno de esos sabios en vías de extinción que tienen el conocimiento del erudito pero también la curiosidad y el sentido del juego de un juglar. Su anterior libro, Bibliotecas imaginarias, era un delicioso recorrido en forma de pequeños relatos que nos llevaban a los lugares más asombrosos donde se guardaban libros a lo largo de la historia en una frontera entre realidad y ficción que lo convertía todo en verdadero.
En su nuevo libro, El rostro y sus máscaras, dobla la apuesta. La ficción no existe, si acaso hay proyecciones de la realidad que se expande, como ese sol que nos cuenta su secreto, que no es otra cosa que el propio narrador fundiéndose con la totalidad pero sin grandilocuencia, tan solo para advertirnos que todo es danza. Y que todos somos máscara. Porque nos dice que el rostro no es más que una máscara de la calavera andante que somos y que es rabiosamente igual a la de todos los otros. Esas máscaras que el ser humano lleva fabricando en las más diversas culturas desde tiempos remotos no son nada más que una máscara de la máscara.
Nos invita a un paseo a lo largo y ancho del mundo con saltos en el tiempo para asomarnos a los enterramientos egipcios donde el embalsamador que ha de vaciar los cuerpos para su conservación va cubierto con la máscara del chacal de la misma manera que muchos siglos después el verdugo que va a proceder a la ejecución también se enmascara. Nos lleva a las gradas del teatro griego, los ritos animistas africanos, el carnaval o las máscaras de los dragones chinos tan cuidadosamente pulidas. Hay máscaras con el gesto de la alegría para incitar al baile y la diversión y otras introspectivas, como las del Zaire en forma de casco con una ranura para la ceremonia de la circuncisión.
Nos recuerda que aunque nos quitemos la máscara nunca seremos capaces de ver nuestro rostro porque el ojo mira hacia afuera y solo podemos ver nuestro rostro en el reflejo del espejo. De ahí que lo relativo al espejo, en latín se denominase specularis y la palabra especular nos sirva para referirnos a la imagen que se refleja pero también es palabra para cuando indagamos sobre as cosas que son poco firmes.
Satz, que al filo de los 80 años lleva en su cara un mapamundi de sus muchos viajes e interrogaciones, habla mucho de “los relieves del tiempo. Recuerda que en culturas, como la de los pieles rojas, las arrugas y el marcado de la cara durante la vida aseguraba tener el respeto en la hora de la vejez al mostrar un salvoconducto innegable de una vida plena de emociones. “Madurar es arrugarse, encogerse, dejarse modelar por la acción y la reacción de los afectos, por el estupor de la pasión y la ansiedad del mañana. Las arrugas son como las ennegrecidas cortezas del leño que se quema mientras se resquebraja y estalla en chispas y cenizas, huellas del fuego que ha pasado por nosotros”. Por eso lamenta la obsesión occidental por la cirugía plástica: “la aparente lozanía del lifting puede dar apariencia de juventud, pero todos sabemos que ninguna máscara oculta del todo la edad real de los rostros, el tatuaje subcutáneo que los años nos excavan en el carácter y sus rictus gestuales. En cierta medida, no temer a las arrugas es no temer a la muerte”.
El extremo de la ocultación es esa máscara de cuerpo entero, de la coronilla a los tobillos, que ha vuelto a ponerse de nefasta actualidad en algunos países islámicos. Se exclama de ese chador que sepulta la expresión de la mujer, o del chadri, la versión afgana con una rejilla rectangular en la cara… “¡Una rejilla! ¿Qué sueño masculino macabro llena de cárceles faciales los mercados y los patios de las escuelas?”.
Este libro ligero y substancioso es como irse de paseo filosófico con Mario Satz sin que la conversación decaiga nunca, sin que el asombro desfallezca. Un dejarse llevar por sus enormes conocimientos sobre antropología y su ingeniosa manera de enlazar mitos, leyendas e iluminaciones. Los libros de Satz tienen ese ingrediente secreto que hace brotar la literatura del que nos hablaba Robert Louis Stevenson: el encanto.