Álvaro Acebes Arias dedica uno de sus «rescates» a un militante del PCE que pasó por las cárceles de Franco, y más tarde se convertiría en un excelente poeta y un extraordinario cuentista.
El primer libro que leí de él se titulaba Lo que fuera mejor nunca haber visto. No conocía de nada a su autor, un tal Meliano Peraile, que allí desgranaba su paso por las cárceles franquistas al final de la guerra civil. La lectura de aquellas memorias terribles, el primer volumen de una serie que su autor nunca concluyó, me duró dos días. Pura fiebre. Destilaban sangre y sufrimiento en cada página. También honradez, algo poco habitual en otros libros sobre la literatura de uno mismo en los que acaba pesando más el tratamiento novelesco del material que la verdad. Peraile, que había ingresado voluntario en el Ejército republicano con solo catorce años y a los diecisiete mandaba una compañía, contaba la dura vida en los penales, la represión, el hambre, las mil humillaciones que había traído la paz de Franco. También que en la prisión de Cuenca donde estuvo solo había tres libros y que uno de ellos era un Quijote desgastado y maltrecho. Imposible saber por cuántas manos había pasado. Al autor le salvó la vida. En aquellos tiempos llamaban excombatientes a los que habían peleado en el bando nacional. Los otros, los que estaban en el exilio o se pudrían en la cárcel, eran la anti-España, la «horda bolchevique», la «canalla roja», los «putos rojos», sin distinguir entre comunistas, anarquistas, republicanos, masones o cualquier otra condición. Una cosa sí puede reconocérsele a ese primer franquismo empeñado en cambiar la faz del país a base de juicios sumarísimos y consejos de guerra: el mérito de haber conseguido la tan ansiada unidad de todos aquellos rojos, por lo menos en las celdas comunes o frente a las tapias donde se los fusilaba. Lo dicho, lo que fuera mejor nunca haber visto.
El libro de Peraile me impresionó. Ha habido otros autores que han contado sus experiencias carcelarias en aquellos años, pero el suyo destacaba por un estilo seco y desabrido, en el que asomaba por todas partes la ironía y un violento sarcasmo para ofrecer el testimonio de un mundo alucinante. Y por encima de todo eso, un horizonte humano, la vida intentando abrirse paso entre una realidad dramática y hostil. Ya les digo: una lectura inolvidable que me incitó a seguir la pista de su autor. ¿No fue Borges el que dijo aquello de que la literatura es siempre una cadena de entusiasmos; que unos libros nos llevan a otros sin que haya más ilación que el fervor y la admiración? Tirando del hilo, llegué a saber algo más de la asendereada vida de Meliano Peraile, quien, tras salir de la cárcel en 1945 gracias a un indulto, se estableció en Madrid: «liberado, depurado, destilado y puesto en la calle con el título de derrotado», dice en uno de sus cuentos. Regresar al pueblo de su Cuenca natal era imposible: el padre, juez de instrucción pública en los años republicanos, había sido desterrado y temía represalias contra la familia si se les ocurría volver allí. En la capital se ganó la vida primero como peón en la compañía de tranvías, manejando el pico y la pala, luego en un laboratorio farmacéutico y más tarde como practicante, ese oficio que hoy solo se escucha en los labios de los abuelos. Tenía el consultorio en el barrio de Hortaleza, entre minúsculas cafeterías, carnicerías, peluquerías y despachillos de no se sabe qué, y ponía inyecciones y curaba heridas a todo el mundo, sin distinguir clase ni condición. Manuel Alcántara, uno de los grandes amigos del escritor conquense, recordaba que, a mediados de los cincuenta, cuando la penicilina era un lujo, muchos trabajadores en el sector sanitario se aprovechaban de que tenían un fácil acceso para robarla y hacer negocio con ella en el mercado negro. Peraile, no. Él la compraba y luego la repartía de matute entre amigos.
Miembro en la clandestinidad del PCE, el escritor visitaba el Ateneo y Francisca Aguirre y Umbral lo recuerdan entre los miembros de la numerosa tertulia que había en el café Gijón en los cincuenta. Aunque siempre en un segundo plano, era un habitual del grupo de los poetas, que dirigía Gerardo Diego, y donde también estaban unos bisoños Carlos Sahagún, Félix Grande o Eladio Cabañero. Antes había pasado por la del Café Varela, en la que oficiaba Eduardo Alonso, y donde lo mismo se podía encontrar a Mingote vestido de oficial del ejército nacional que a derrotados llegados de todas partes de España que, sabiendo que los cafés y sus tertulias eran una excelente «agencia de contratación», como las llamó Cela en La colmena, buscaban colocar un poema o un cuento en las revistas literarias de la época u obtener el visto bueno de otros colegas para enviar tal o cual manuscrito a un premio. Años después, y refiriéndose a esa rara convivencia entre vencedores y vencidos que se daba en las comuniones paganas de los cafés madrileños, Meliano Peraile afirmó que estas, tal vez porque se procuraba pasar de puntillas por el tema de la política y lo que prevalecía era la crónica literaria y el deseo de pasárselo bien tomándose un vino, fueron lo más parecido a escenificar una posible reconciliación nacional.
Aunque se dio a conocer como poeta, Meliano Peraile figura entre uno de los más grandes (y secretos) cuentistas de la narrativa española, un género que cultivó sin desaliento y al margen de modas, estilos y capillitas. No conozco a muchos escritores que se llamen a sí mismos «cuentista». Peraile lo era con todas las letras. He ido reuniendo poco a poco ―será cosa del entusiasmo del que les hablaba antes; una especie de dandismo marginal o simplemente orgullo necio― sus libros de cuentos, husmeando en las librerías de viejo donde me los he encontrado rematados a precios bajísimos. Ni una sola editorial se ha preocupado por recuperarlos o preparar una breve antología. Hasta doce volúmenes publicados entre los años sesenta y principios del nuevo siglo que señalan a un autor excepcional, y eso sin contar todos los que hay dispersos en revistas y periódicos. Más de doscientos cuentos publicados, según decía el propio Peraile. Sorprende que alguien que ganó los más importantes premios de entonces ―el Hucha de Oro en dos ocasiones y unos cuantos más― y tuvo valedores como Antonio Pereira, que insertó a modo de homenaje un precioso retrato suyo en uno de los cuentos de La divisa en la torre, o Umbral, quien lo consideraba junto a Aldecoa y García Pavón entre los mejores narradores breves de la generación del cincuenta, haya tenido un reconocimiento tan parco. Sorprende, sí, aunque el del olvido ―y esto no pillará por sorpresa a nadie― sea un territorio abonado muy eficazmente por los cuentistas. Los especialistas deberían excavar un poco en ese purgatorio, donde además de Peraile se encuentran otros muchos más que han quedado orillados. Pienso, sin ir más lejos, en los nombres de Ricardo Doménech, Arturo del Hoyo, José María de Quinto, Jorge Ferrer-Vidal, Manuel Pilares o Alfonso Martínez Mena, y estoy seguro de que ustedes podrían incorporar unos cuantos autores más a ese orden subterráneo.
Se me ocurre, sin embargo, que las razones para ese oscurecimiento se las buscó el mismo Peraile. Los pocos que lo recuerdan hablan de aquel escritor de flequillo circunflejo y mirada alegre como un hombre modesto, poco dado a la alharaca, todavía menos al empujón y que hacía de la discreción virtud. Una marginalidad intencionada, vaya, que se hace más elocuente si reparamos en los títulos de algunos de sus libros de relatos: Cuentos clandestinos, Matrícula libre, Un alma sola no canta ni llora, Ínsula ibérica, Solo la soledad… Cuentos en los que, como en los de otros muchos coetáneos, se advierte la huella del realismo social para contar la épica triste de las vidas de los españoles de entonces, si bien esta sea una afirmación que conviene matizar. Peraile, más que un continuador del modelo practicado por Fernández Santos, Sueiro o Aldecoa, fue un renovador del mismo. Para empezar, basta fijarse en su estilo, que, sin descuidar el testimonio, aporta al argumento toques esperpénticos, resabios quevedescos, ensoñaciones y elementos oníricos, así como procedimientos y técnicas diversas, hurtadas de todas las tradiciones, y todo ello sin rehuir el acervo popular. No sé de muchos autores que muestren semejante cautela y precisión a la hora de nombrar, en cuyo vocabulario no quepa el desaliño y donde todo está perfectamente medido. Escribe Peraile igual que el orfebre que contempla la materia con la que debe trabajar, calculando las posibilidades y aristas de cada palabra. Este rasgo no lo conduce al preciosismo vacuo, al artificio o «la prosa sonajero», según la acertada definición de Marsé, en que caen otros mucho menos dotados. Echen un vistazo, si no, a los cuentos incluidos en cualquiera de los volúmenes que he citado más arriba, al mimo y el cuidado con que han sido escritos, la manera en que se va construyendo la frase y crece el ritmo de la frase. O en la adjetivación insólita, las metáforas deslumbrantes y los neologismos que nos salen al paso ―«doncellueca», «erudipedante», «alagartarse», «tontivano»― y que dan a la escritura de Peraile un tono juguetón y advierten de su asombrosa capacidad de creación. De su rigor y preocupación por el lenguaje dio buena cuenta Pereira en el cuento del que les hablaba más arriba, «El anacoluto», en donde se cuenta la anécdota de uno que se presentó a la tertulia del café Gijón que el autor de Fuentes fugitivas presidía en sus últimos años y, cuando le llegó el turno a la política, se atrevió a defender a Franco diciendo: «yo soy de los que creo que aquel hombre hizo algunas cosas buenas». Un iracundo Peraile, más molesto por ese «yo soy de los que creo» que por el comentario acerca del dictador que lo tuvo años en prisión, llamó al camarero y con voz de trueno dijo: «Desde hoy, en esta tertulia el que cometa anacoluto no come. ¡Es una orden!».
Pero la forma no lo es todo. Aunque maestro de la concisión, del ritmo y de la elipsis, pues Meliano Peraile tenía como norma definir al cuento como «una novela en la que se ahorra mucho papel», lo sobresaliente de toda esta narrativa breve es el fuste ético que hay en ella. La atención sobre lo cotidiano, escrutando todos sus rincones hasta revelar la maravilla que se agazapa dentro de lo ordinario, se de la mano con la emoción a la hora de contar la lucha diaria por la vida, como les ocurre a los personajes desarraigados y humildes de «Memoria del corazón» o «Miseria», dos de los cuentos suyos que prefiero e incluidos en Solo la soledad. No obstante, si hay que calibrar el alcance humano, las sensaciones, la musicalidad, el barroquismo controlado y la elegancia y virtuosismo de su escritura para captar detalles y revelarlos a los ojos de lector, contagiándole esa emoción, nada mejor que los relatos reunidos en los dos tomos de Episodios nazionales, publicados en 1978 y 1983. Sí, así: con zeta, como queriendo remarcar la desviación que se había producido en nuestro país durante la posguerra. En los del primer volumen el escritor dio cobijo a todos los recuerdos de su juventud. No les sobra ni una coma. Peraile cuenta la angustia de los condenados aguardando los pasos de los carceleros que venían a buscarlos, describe sus cuerpos enflaquecidos, la intolerable opresión, el dolor y la trémula esperanza de los familiares que venían de visita, todo el asco y el clima de terror que se respiraba en la prisión. Ni golpes de efecto ni trampas, solo la realidad dura palpitando en cada palabra y que se continúa mostrando viva y áspera en la calle, cuando salimos de esos muros y recalamos en el Madrid de los cuarenta y cincuenta. La dificultad para sobrevivir, la corrupción de las instituciones, el estraperlo y la picaresca. Una memoria que se desentiende del tremendismo y del tosco apunte costumbrista para comunicar una verdad intolerable y rescatar ideas, voces y rostros amenazados por el olvido. Ya quisieran muchos de esos autores que zurcen sus relatos inofensivos sobre aquel tiempo de sombras lograr la intensidad que tiene Peraile en cuentos como «La última luz» o «Esperando la cal». No sé la de veces que los habré leído, pero cada vez que me asomo a ellos me siguen conmoviendo como la primera vez.
Meliano Peraile murió en Madrid el 28 de octubre de 2005. El último libro que publicó era un regreso a la poesía de sus inicios y se tituló Apartado que no ausente. La declaración ―quizás resignada― de alguien que siempre se supo al margen y prefirió modos más secretos para hacer su arte. A los lectores nos compete evitar que ese apartamiento sea incorregible.