Dijous, 21 de novembre de 2024



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Escritor de antes, escritor de hoy: cambio de paradigma
16/9/2024



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Aspirantes a literatos y jóvenes letraheridos veían a sus predecesores como ‘modelos’; hoy, el intelectual influyente parece haber desaparecido. El influencer está en las redes


Primera escena: París, primavera de 1957: un joven Gabriel García Márquez (30 años) entrevé a un ya maduro Ernest Hemingway (57) caminando por la acera contraria del bulevar Saint-Michel. El colombiano no puede creerse la suerte que tiene, lleva mucho tiempo deseando tropezar con su ídolo, incluso frecuenta su cafetería preferida para hacerse el encontradizo. Y, sin embargo, ahora que lo tiene al otro lado de la calzada, no sabe qué decirle. Le entra el pánico, no se atreve a abordarle, se siente una pulga ante un gigante. Al final, cuando ya queda poco para que el estadounidense doble la esquina y desaparezca para siempre, Gabo reúne fuerzas y, ahuecando las manos alrededor de la boca, grita: “¡Maestro!”. El otro se gira, le saluda y se aleja.

Segunda escena: Barcelona, primavera del 2024: Mariana Enriquez acabada de publicar Un día soleado para gente sombría (Anagrama) y los pirulís publicitarios de la capital catalana amanecen empapelados con carteles en los que se anuncia su “Tour España 2024” (sic). Los otros pósters informan sobre actos protagonizados por estrellas del panorama musical. Pero es que ella también es una estrella, aunque del panorama literario. Durante los siguientes días, presentará su libro en diez librerías repartidas por todo el país. Siempre habrá llenazo, incluso gente que no cabrá. En algunos casos, las charlas serán colgadas en YouTube y, como ocurre con sus entrevistas digitales o con sus conferencias retrasmitidas en streaming, alcanzarán miles de reproducciones.

Han pasado 67 años entre la primera y la segunda escena, la vida pública de los escritores ha evolucionado, el cambio de paradigma es evidente. En su última novela, Montevideo (Seix Barral, 2022), Enrique Vila-Matas hace alusión a esta transformación cuando, en cierto momento, su narrador evoca la época en la que los jóvenes letraheridos frecuentaban los cafés parisinos no tanto para saciar su sed como para coincidir con los grandes autores del siglo XX –la Generación Perdida, los surrealistas, los existencialistas, los representantes de la nouveau roman…– y observarlos no solo con el deseo de llegar algún día a escribir como ellos, sino también con la esperanza de llevar su mismo tipo de vida. A esos literatos, a esos intelectuales a los que los jóvenes veían como modelos de vida, Vila-Matas los llama escritores de antes y, según afirma, pertenecen a una raza que ya se ha extinguido.

El término escritor de antes es muy voladizo y depende en gran medida de la edad de quien lo pronuncie. Así, unos pensarán en el narrador camusiano o sartriano, considerado un intelectual políticamente comprometido y moralmente intachable, pero otros se acercarán más en el tiempo y evocarán al autor casavellano o bolañesco, caracterizado por la apatía política y el hedonismo de barra de bar. El periodista y gestor cultural Miguel Munárriz, por ejemplo, acaba de publicar Empeñados en ser felices (Aguilar, 2024), un libro cuyo subtítulo (Crónica sentimental de una vida entre libros) explica perfectamente su contenido y cuyas páginas abundan en nombres como Ángel González, Caballero Bonald, José Agustín Goytisolo, Carmen Martín Gaite y tantos otros referentes de la literatura española. “Ellos fueron mis modelos –asegura el autor–, entre otras cosas porque eran los que ocupaban la escena literaria durante mi juventud y porque, en consecuencia, eran a quienes yo miraba embelesado.”

Por su parte, el escritor y periodista Antonio Iturbe, columnista de este suplemento, que también ha conocido a varias generaciones de autores, recuerda “la época en la que los medios de comunicación crearon otro modelo de autor. Me refiero a la década de los noventa, cuando los periodistas convertían a los autores en auténticas estrellas mediáticas: les pedían la opinión sobre cualquier asunto, les invitaban a participar en los programas de televisión de mayor audiencia, les fotografiaban en todo tipo de actitudes… Toda esa atención descontrolada provocó la aparición de una nueva categoría: el escritor personaje. En ese grupo podríamos meter a Francisco Umbral, Fernando Arrabal, Leopoldo María Panero y tantos otros de la época”.

Todos esos modelos de escritor, tanto los mencionados por Vila-Matas como los citados por Munárriz o Iturbe, ya no existen. Y no lo hacen en gran medida por un motivo: todos pertenecen a la época predigital. Lo explica perfectamente Juan Villoro en su reciente ensayo No soy un robot (Anagrama), en el que reflexiona sobre la transformación que el mundo de los libros ha sufrido a raíz de la irrupción del mundo virtual. “Yo pasé de la máquina de escribir a la máquina eléctrica, y de ahí al ordenador –recuerda–. Las herramientas de trabajo influyen mucho en lo que hacemos. El ordenador tiene pros y contras: es más veloz, pero los textos no se tienen que pasar en limpio de principio a fin y se corrige menos. Ganamos en rapidez, pero perdemos oportunidades de arrepentirnos.” Además de este cambio, el escritor mexicano destaca otro igual o incluso más importante: “También ha cambiado la relación gremial: antes tenías que llevar tus textos a las redacciones y eso creaba vínculos con los colegas. Hoy mandas todo por e-mail, como un náufrago que tira una botella al mar”.

Además, los escritores de hoy ya no tienen el poder de influencia social que tenían sus colegas de antaño. El foco ya no está constantemente sobre ellos, entre otros motivos porque han aparecido dos profesiones, la de tertuliano y la de influencer, que han captado la atención del público. Las tribunas tradicionales, principalmente la prensa analógica y los libros, han perdido la exclusividad a la hora de señalar a las personas dignas de ser escuchadas, que tradicionalmente eran escritores, y un nuevo tipo de púlpitos, principalmente digitales, se ha metido al público en el bolsillo. “Además, antes existía cierto consenso sobre los valores a defender –comenta Antonio Monegal, autor de Como el aire que respiramos (Acantilado, 2022), ensayo en el que analiza el papel que la cultura juega en la sociedad contemporánea–, pero ese consenso se ha roto. Ya no hay una postura moralmente buena y otras malas. Ahora incluso puedes defender ideas antaño inconcebibles, como el racismo o la xenofobia, y siempre habrá gente que te aplauda. De ahí que ya no se acepte que la verdad esté en poder de un único tipo de personas, sean escritores, periodistas o cualquier otra profesión antaño respetada y escuchada.”

De cualquier modo, esta pérdida de hegemonía mediática por parte del escritor no es tan mala como puede parecer. Hay quien opina que los escritores de antes tenían demasiado poder y que sus palabras eran consideradas a menudo como sagradas cuando, en muchas ocasiones, no tenían un gran valor. “Afortunadamente, la sociedad ha aprendido a pensar por sí misma y, sobre todo, ha aprendido que los problemas reales no se solucionan con frases bonitas, sino con respuestas técnicas    –dice Xavi Ayén, redactor jefe de Cultura de La Vanguardia especializado en otro tipo de escritor de antes, el del boom latinoamericano–. Es bueno que la gente ya no mire a los escritores pensando que tienen respuestas para todo, porque lógicamente nunca las han tenido.”

En realidad, Roland Barthes ya acuñó la expresión el fantasma del escritor para denunciar la idealización del pasado que suele haber en el mundo cultural. Dicha expresión definiría la tendencia a pensar que hubo una época en que el oficio estaba recubierto de más dignidad de la que tiene en la actualidad. Es, evidentemente, un problema de nostalgia que, como suele pasar con ese sentimiento, pocas veces coincide con la realidad. De hecho, últimamente se está produciendo un proceso de revisión del pasado que hace que la imagen del intelectual ensimismado y sabelotodo no solo haya dejado de ser creíble, sino que también haya pasado a ser vista, en cierta medida, como ridícula. “Cuando yo entré en el mundillo literario había gente de todo tipo, por supuesto, pero de alguna manera la imagen del escritor que imperaba era la de un señor que vivía en una eterna sobremesa de bar, tomando gin-tonics y hablando con una supuesta autoridad de un mundo cultural y político que en realidad ya no le pertenecía”, recuerda Agustín Fernández Mallo, autor de Madre de corazón atómico (Seix Barral).

Pero, entonces, ¿cómo se presenta el escritor ante el mundo en la actualidad?, ¿qué herramientas usa?, ¿cómo consigue hacerse escuchar en una sociedad que no para de hablar? La respuesta a estas preguntas se encuentra, lógicamente, en las redes sociales. Aunque todavía hay escritores que viven totalmente al margen de ellas, la mayoría ha sucumbido a su poder promocional y las usan para ponerse la máscara con la que quieren darse a conocer. “El espacio de visibilidad ya no es el café de París, sino las redes sociales –comenta la escritora Sara Torres, autora de La seducción (Reservoir Books) y especialista en teorías de la textualidad, entre otras disciplinas–. Antes, el escritor iba a una determinada cafetería porque sabía que allí sería visto tanto por otros escritores como por cierto tipo de lectores. En este sentido, podemos decir que la conciencia performativa, el lenguaje de la visibilidad, no se ha extinguido. Simplemente se ha trasladado a las redes sociales. Ahora el escritor completa su discurso en Instagram. Es allí donde representa el tipo de autoría con el que quiere ser visto.”

Esta presencia en redes, aunque a veces excesiva y banal, ha convertido al escritor en alguien permanentemente visible. Antiguamente, eran pocos los lectores que podían interactuar directamente con los autores, mientras que en la actualidad son los autores los que recorren el circuito de librerías en su totalidad y quienes imparten una enorme cantidad de charlas, seminarios y talleres, realidad a la que hay que sumar su interacción con los usuarios de las redes sociales y sus entrevistas colgadas en plataformas como YouTube. De alguna manera, un letraherido que hoy quiera conocer a su ídolo no tendrá que pasarse el día tomando cafés en París, pues bastará con que se cruce de brazos y espere a que sea el propio autor quien visite su ciudad o, en su defecto, con que encienda el ordenador y busque la faceta virtual de ese mismo ídolo. “Los escritores han perdido su privacidad –reflexiona Lara Gómez, redactora de La Vanguardia perteneciente a una nueva generación de periodistas–. Antes los escritores abandonaban su torre de marfil muy puntualmente, pero ahora se pasan el día concediendo entrevistas por internet, colgando contenidos en las redes sociales y desvelando lo que piensan sobre toda clase de asuntos. Ya no hace falta perseguirlos por las calles de París, ahora están a nuestro alrededor constantemente. Han ganado público, pero han perdido misterio.”

En cuanto al compromiso político que tanto solemos adjudicar a los escritores de antes, o al menos a los del París de posguerra, existe cierta tendencia a afirmar que ha desaparecido y que los escritores de hoy son mucho más frívolos y egoístas que los de tiempo atrás, pero solo hay que escuchar con calma a los nuevos narradores, poetas o ensayistas para reparar en que no es cierto. “Como todos los jóvenes en general, los escritores jóvenes de ahora hacen más deporte que nunca, comen mejor que nunca y beben menos que nunca –dice Xavi Ayén–. Esto ya es, en sí, un salto generacional enorme. Pero el compromiso político es el mismo, aunque ahora está protagonizado principalmente por escritoras que vindican el feminismo.”

Así las cosas, es evidente que han cambiado las herramientas, los modos y los lugares de encuentro con los lectores, pero todo lo demás sigue siendo igual que antes. La soledad durante la escritura, la formación constante mediante la escritura, la dificultad para encontrar editor, la precariedad laboral… Y, por si eso fuera poco, hay que recordar que estamos entrando en una era en la que todos, jóvenes y viejos, seremos inevitablemente escritores de antes. Porque, como señala Juan Villoro, el auténtico desafío es la Inteligencia Artificial, que lo cambiará todo… y además lo hará muy pronto.


Entrevista a Cristina Rivera Garza  “El escritor obrero ha sustituido al escritor heredero”

Cristina Rivera Garza, merecedora del Premio Pulitzer por El invencible verano de Liliana (Random House, 2021), dirige el doctorado en escritura creativa en español de la Universidad de Houston, el primero de estas características en Estados Unidos. Además de enseñar los rudimentos de la escritura, el curso también muestra otras formas de ser escritor que no ­dependan de conceptos como soledad, autosuficiencia y romanticismo.


¿En qué piensa usted cuando oye la expresión ‘escritor de antes’?

La imagen del escritor de antes es la de un individuo que se ha hecho a sí mismo –y recalco el masculino y el singular–, que se ha nutrido de la biblioteca familiar, que ha heredado suficiente dinero como para tener la vida financiada… Por así decirlo, es alguien que nació con las horas de ocio pagadas y que por eso se dedicó a la literatura. En definitiva, el escritor de antes es la viva imagen del hombre con privilegios.


Y el de ahora, ¿cómo es?

Los escritores de ahora trabajan como periodistas, como correctores de estilo, como profesores, como camareros… y disponen cada vez de menos tiempo para escribir. El tiempo del ocio ha desaparecido del oficio. Hoy tenemos al escritor obrero, no al escritor heredero. En términos implícitos, lo que estoy diciendo es que ha habido un cambio de clase social y, por supuesto, también de género.


Todo esto hará también que el tipo de historias que escriben sean distintas a las de sus predecesores, ¿no?

Bueno, no creo que sea un asunto que se pueda uniformar, pero sí que se detecta un interés de los escritores de ahora por los asuntos de materialidad, es decir, por los asuntos de condiciones de producción. Por ejemplo, cuando lees a varias mujeres, enseguida detectas un discurso similar sobre la combinación entre el trabajo doméstico y el trabajo intelectual, sobre la lucha de horarios, sobre la agenda familiar, etcétera. Eso es algo que rara vez encontrabas en sus pares masculinos de décadas anteriores.


La relación con la academia también ha cambiado.

Exacto. El escritor de antes vivía fuera de las instituciones, especialmente de las académicas y educativas. Tenía una renuencia histórica respecto al mundo universitario. Y afortunadamente eso ha cambiado. Ahora los escritores tienen títulos, muchos son incluso profesores, y no ven la universidad como algo ajeno a la creatividad. De hecho, ya no se admite esa desvinculación entre el pensamiento teórico y el pensamiento creativo que tanto predominaba en el pasado.


La gente, ¿sigue buscando en los escritores un modelo de comportamiento?

Lo dudo mucho. El pensamiento contemporáneo ha puesto en crisis el pináculo desde el que antes se alzaba el escritor. El modelo estereotípico –hombre, soltero, con tiempo libre– todavía perdura en la mente de algunas personas, pero es una figura que obviamente ha perdido su poder.





Imagen Edmon de Haro


   
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