Todo en el espectáculo Olympia, creado y dirigido por la dramaturga Carlota Subirós (Barcelona, 1974), resulta conmovedor porque apela al reconocimiento. Éramos más de una, entonces, las que creíamos que Miguel Hernández decía –y Paco Ibáñez cantaba– que, además de la tierra callada, el trabajo y el sudor, fue la guapura lo que levantó los olivos de Jaén. Ahora el recuerdo suscita una sonrisa clemente y melancólica hacia lo que éramos al escuchar los míticos discos de Paco Ibáñez. Pero más allá de la complacencia en el reconocimiento de lo que nos levantó, como a los olivos, Subirós propone un ajuste de cuentas, un llamamiento a una revisión, a una toma de responsabilidad ante el saldo resultante de la diferencia entre lo que pensábamos que íbamos a poder hacer y lo que hemos hecho. Es cierto que quizás ya se ha hecho tarde, pero no lo es menos que siempre se puede hacer algo, aunque sólo sea resistir.
Tal vez el problema es ése: que lo que mejor aprendimos de las voces que coreaban “¡Libertad, libertad!”, desde el patio de butacas del teatro Olympia de París en el concierto de Paco Ibáñez del 2 de diciembre de 1969, fue la capacidad de resistencia. Resistir y esperar a que formáramos parte del colectivo que iba a dar forma a la historia.
Atravesando el umbral de la cincuentena, esa generación que representa Carlota Subirós no parece haber sido capaz de protagonizar ninguna gran revolución o conquista. Herederos de un progreso prometido y no siempre realizado, pero sí cuestionado. Hacemos lo que podemos. La resistencia puede ser el mayor heroísmo. No se trata de victimismo. Lo que se ha perdido o nunca se ha tenido nos define tanto como lo que somos o poseemos. Porque, a pesar de los pesares, como escribió José Agustín Goytisolo, “tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos”.
A todo esto se refiere el discurso de Carlota Subirós que encarnan seis mujeres con edades, capacidades y razas diferentes. Las actrices Lurdes Barba, Paula Jornet, Vicenta Ndongo, Neus Pàmies, Alba Pujol i Kathy Sey sostienen sendas interpretaciones impetuosas y cercanas gracias a una acertadísima disposición escénica. La escenografía es de Max Glaenzel, la iluminación de Raimon Rius y el espacio sonoro de Guillem Llotje. Juntos proveen al espacio escénico de un discurso paralelo y complementario, lleno de evocaciones, entradas, salidas y luces que son ricas narraciones en sí mismas.
La apelación directa que supone el discurso y los movimientos de las actrices concreta una de las grandes preguntas que sostienen la obra: cómo el colectivo determina nuestra identidad y qué es lo que podrá ser exactamente eso colectivo. En el concierto de Paco Ibáñez como médium de las palabras de poetas del siglo XV o del XX, lo colectivo era el murmullo de todas esas voces que pedían libertad. En el de Carlota Subirós el grupo es todo el equipo de trabajadores escénicos, todas las personas que dan forma a un espectáculo y son capaces de ello porque se creen la ficción de una obra. Aceptan la contradicción que supone construir algo sólido que es invisible y que sólo existe en la mente de los creyentes. El poder del teatro para agrandar la vida. El Teatre Lliure de Gracia, que acogió el espectáculo el pasado mes de enero y hasta el 9 de febrero, es el otro espacio homenajeado y reivindicado, repasando su historia y sus mitologías.
Olympia es un ejemplo excelente, una encarnación de nuevo, de la capacidad del teatro, el arte, la música y la poesía para levantar una vida. Como la guapura que era agua pura. Palabras bien ordenadas y seleccionadas para moverse por el mundo que creemos que nos espera rodeando la representación. La necesidad de la poesía para tomar conciencia de las posibilidades y las responsabilidades, desde el género, la raza o el nivel de bienestar. Sí, es cierto que las cosas han cambiado. Son diferentes los nombres de los dictadores y las maneras de opresión. Pero el grito que llama a galopar sigue teniendo la misma resonancia y fuerza que hace más de cincuenta años.
Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019). En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.