A veces, a esta hora
14/9/2009
Siempre me ha parecido que entre la palabra necrológica y la palabra obituario, ésta última respondía mejor al momento de reordenación energética que deviene con la muerte. Será un asunto de connotaciones eufemísticas, pero quiero pensar que se ajusta más y mejor al lugar desde el que desde ahora seguiremos sintiendo la presencia de nuestro amigo Antonio Rabinad (1927-2009). Y digo nuestro amigo, porque Rabinad —apellido ilustre donde los haya, “de familia inmemorialmente aragonesa”, rezan sus biografías— fue amigo de todos. Cualquiera que se acercara los domingos al Mercat de Sant Antoni se encontraba a una persona que resplandecía en su bondad y mostraba sin remilgos un cariño inhabitual para esa curiosa raza que son los libreros de viejo a cuanto lector pasase por su puesto de novedades. No es que fueran libros de rabiosa actualidad, pero eran novedades para todo aquel que empezara a apreciar el arte de juntar unas palabras con otras. En realidad era un dealer en la sombra, pertrechado con sus también inmemoriales barba y gorra de marinero (“Carlos Barral me las copió”, solía decir con malicia risueña), pues libro que le pedías, libro que te conseguía: sabía lo que era importante, y también lo que era importante para uno. A veces el paseante curioso reparaba en obras desconocidas, en autores poco frecuentados a tierna edad, y entonces nos hacía caer a todos en la trampa: “lee éste, te gustará”. Y lo leías, y descubrías que quién te lo había ofrecido aparecía en una pequeña fotografía de la solapa, y claro, luego decía uno para sus adentros: “tramposo”; pero ya era tarde, ya había inoculado el veneno de su saber literario, de su escritura precisa y cercana, de todo cuanto había ido aprendiendo en aquellos libros que luego mostraba orgulloso en su parada de venta, una de las más selectas y mejor surtidas del Mercat. Así, poco a poco, fueron cayendo Los contactos furtivos (1956), A veces a esta hora (1965), El niño asombrado (1967) y, por supuesto, Memento Mori (1983), tal vez la obra por la que será recordado. Parecía que Rabinad fuera un outsider con voluntad de insider, pero en el fondo apreciaba demasiado la libertad como para fijar su destino alrededor de escuelas o grupos gremiales. Lo suyo siempre fue un ir y venir por el mundo en pos de la belleza y el placer de la letra impresa. Niño de la guerra, vecino del Clot agrisado barcelonés, su prosa siempre destiñó algo de la materia onírica con la que forjó sus días, ya fuera en Barcelona, ya en París o Caracas. La leyenda cuenta que escribía desnudo, no tanto por el calor externo cuanto por la temperatura de fusión que alcanzaba su organismo en pleno auge creativo. Serán cuentos, pero con ellos, Rabinad creó una de las narrativas más singulares de la literatura escrita en español del último siglo, insoslayable para el aprendiz de escritor, el lector empedernido, el estudioso en ciernes o el que se tenga por esas tres cosas juntas. El viejo oficio de contar historias tenía en él a un maestro, humilde por su gran conocimiento de los grandes y al mismo tiempo ambicioso por la misma razón. Así se lo hacía saber a quien, tras años de trato, fuera joven o no, le echara un brazo al hombro para hacerle sentir que lo que nos decía nos importaba. En uno de los íncipit de su novela más reciente, El hacedor de páginas (2004), puede leerse: “con la imaginación todo es posible”. Bien lo sabía Rabinad, y así habrá de saberse si uno desea vivir sus días con plenitud. Entre el niño asombrado que siempre fue y el hombre indigno que en algún momento se sintió ser existe un escritor que mejoró los mundos que le tocaron en suerte. —Se llamaba Antonio Rabinad, y era nuestro amigo.
Enrique Turpin
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