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El libro electrónico
Por José Florencio Martínez, vocal de la Comisión de Cultura de la ACEC

18/2/2010


El libro electrónico, cuyo mercado en España está todavía en ciernes, es uno más de los multimedia que nos trae a velocidad vertiginosa la denominada revolución digital: teléfonos móviles, ordenadores portátiles, reproductores MP3, MP4, iPods, iPads, etc., a los que, anticipándose en el tiempo, el canadiense Marshall McLuhan denominó “extensiones de la persona”.
         
Al célebre aserto del biólogo Faustino Cordón que dice: “Somos lo que comemos”, podría añadírsele, pero ya en un plano más espiritual, el de: “Somos lo que leemos”, ya que pocas cosas conforman nuestro pensamiento como la lectura. Por eso en el país de Montag -(Fahrenheit 451)- estaba terminantemente prohibido leer, porque leer obliga a pensar, y en “Bradburylandia” estaba prohibido pensar.  

Cuando hablamos de “libro electrónico” (o e-book, eBook, eReaders, ciberlibro, libro digital...) hemos de diferenciar entre contenido (texto electrónico) y continente, (aparato o soporte del texto). Es una peculiaridad (la primera de otras que se señalarán) que lo diferencia del libro tradicional, donde continente y contenido coinciden en un mismo objeto. Por tanto, si éste objeto era depositario de unos derechos (de autor fundamentalmente), en el libro electrónico esos derechos adquieren unas características novedosas, sobre todo por lo que se refiere al contenido, es decir, al texto del mismo. Su inconcreción espacial, su ubicuidad transfronteriza, la protección de datos, el control de las copias, etc., hace que los libros electrónicos o digitales sean especialmente volátiles o esquivos al sometimiento jurídico. Nos encontramos, pues, ante un hecho nuevo que va, como casi siempre en la vida, por delante del Derecho. ¿Y cómo  ha de hacer éste -es decir, los legisladores- para regular un mundo virtual? ¿Cómo se regula en este mundo la etérea existencia de los bits electrónicos? ¿Cómo controlar su interactividad, es decir, las cargas y descargas en/de la denominada Red, la omnipresente World Wide Web? ¿Cómo, en un mundo sin fronteras, aplicar las débiles normas del Derecho Internacional que sigue siendo todavía y básicamente el derecho del más fuerte? Porque escribir normas no es demasiado complicado; la prueba es la inflación reguladora que padecemos; pero hacer que aquéllas se cumplan, es decir, que, por ejemplo, el copyright se devengue con equidad y prontitud, eso ya es harina de otro costal... Somos, como desde antaño, sujetos de derechos formales, pero no reales o efectivos. En fin..., ¡Google proveerá!   
         
Sucede que un libro tradicional cuando se muestra en una pantalla electrónica a la cual hemos accedido vía Internet ya no es un libro al uso, puesto que sus límites, su distribución, su ubicuidad, su comercialización, el control de sus copias, sus posibilidades de manipulación, etc., ya no son las tradicionales. Luego vendrán (ya están viniendo a pasos agigantados) las características tecnológicas: la compatibilidad entre los distintos sistemas operativos de las diversas marcas, la capacidad de almacenamiento de sus memorias, la no emisión de luz electrónica por  sus pantallas, la inclusión del color en sus páginas, su configuración más o menos ergonómica, la duración de sus baterías, las posibilidades de incluir notas marginales o subrayar textos o acceder a enlaces como diccionarios o libros de consulta, su costo competitivo en el mercado, etc.

La revolución del e-book, derivada de la revolución digital, consiste en que, por primera vez, las herramientas del conocimiento están al alcance de la mano de cualquiera con una capacidad inagotable -(nadie podrá leer en su vida todos los libros que pueden almacenar los artilugios electrónicos)-, y a una velocidad prácticamente instantánea. Hasta ayer mismo, en la mejor biblioteca disponible, sólo se tenía acceso al limitado número de volúmenes de sus anaqueles. Ahora, cualquier lector que lo desee tiene ante la pantalla de su ordenador la entera e incombustible Biblioteca de Alejandría, o si se quiere, la borgiana e infinita Biblioteca de Babel, es decir, la lo menos fantástica e inabarcable US Library of Congress.
         
Pero, no nos engañemos con las posibilidades de esta revolución. Un libro, electrónico o de papel, de nada sirve si no se despliega ante una mente ávida de conocimiento, con capacidad crítica y sólida formación ética. En la Antigüedad Clásica, uno de los campos de competición era la cultura; hoy, (o eso es lo que nos transmite la televisión de nuestro país), sólo se compite en los campos de césped, o en la carrera para obtener más bienes de consumo, que son al final bienes de consumación.
         
Sí, nuestros jóvenes, la mayoría de ellos, reconozcámoslo, se acercan a estos artilugios electrónicos con una avidez inusitada, pero sólo pensando -¡ay!- en lo atractivo de sus posibilidades lúdicas. Y es que, como dijo Euclides, no hay camino fácil hacia el conocimiento.  
         
A pesar de todo, y después de considerar en el decurso de la humanidad el duro recorrido del soporte de los textos, del papiro al pergamino, de papel a la pantalla electrónica, bienvenida sea la revolución del e-book si se utliliza, además de para matar el tiempo del homo ludens, para abrir horizontes no sólo a un mundo más sabio, por las increíbles posibilidades de intercambio de saberes, sino también y sobre todo, a un mundo más libre y más justo. Carl Sagan, glosando la antigua Biblioteca de Alejandría, dijo que allí se cuestionó la permanencia de las estrellas, pero no la injusticia de la esclavitud. Que no nos vuelva a pasar lo mismo en esta virtual Biblioteca de Alejandría de nuestro tiempo. 


   
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Presentación del libro 'Atreverse a saber'

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