El crítico y poeta Lewis Hyde (Boston, 1945) ha realizado un ensayo, en forma de experimento, en el que, a través de citas, aforismos, anécdotas, relatos y reflexiones, se pregunta en qué casos el olvido puede ser más útil que la memoria. Breviario del olvido. Apuntes para dejar atrás el pasado es un libro dividido en cuatro partes (mitología, psicología personal, política y espíritu creativo) en el que el autor no menosprecia el papel del pasado en el presente. De hecho, sostiene que “alabar el olvido no es, por supuesto, lo mismo que denostar la memoria”. Hay ocasiones, nos dice, en que “debemos recordar”. ¿Cuándo, sin embargo, es mejor no hacerlo? ¿La memoria puede liberarnos de la amnesia colectiva o, al contrario, es capaz de perpetuar nuestros peores recelos?
Todo el libro de Hyde responde a una suerte de collage. Dice que, cansado de la argumentación, del ensayo como reunión de pruebas, ha preferido construir un álbum de recortes. Es una colección de hallazgos, en los que va esbozando lo que él denomina su imaginario Museo del Olvido. Como suele ocurrir en este tipo de investigaciones, que llevan a quien se adentra en un problema sin fácil respuesta a la obsesión por un mismo tema, todo empieza con una experiencia personal. El autor se pregunta por los usos de la memoria –y por los abusos, también– cuando es testigo de la demencia senil que padece su madre. Todos seremos, de una manera u otra, productos del olvido. La cuestión es identificar en qué momento eso nos permite vivir con más libertad, y cuándo se convierte en un secuestro por parte de una temporalidad sin antecedentes.
Entre las múltiples referencias que ofrece Lewis Hyde en el Museo del Olvido de su libro se encuentran las creaciones del artista estadounidense James Turrell, cuyas obras tienen mucho que ver con la percepción de la luz, porque la percepción “forma lo que vemos”. En palabras de Hyde, los lugares de Turrell “prescinden de todas las exigencias de los viejos palacios de la memoria”. El artista despoja de su fin espacios y edificios. Como en el ‘Roden Crater’, intervención de Turrell en el cráter de un volcán en Arizona, un espacio con centenares de miles de años de antigüedad donde nos podemos situar “fuera del marco temporal de la construcción de la humanidad”, de tal modo que los objetos de la memoria humana (el nacimiento de Cristo o la guerra de Kosovo) se vuelven tan pequeños que desaparecen.
Hyde cita las enseñanzas del budismo. La secuencia siempre es muy parecida –y también utilizada por creadores como John Cage–. Primero llega el estudio, después el olvido. De alguna manera, el budista y el artista tienen que olvidar su yo para dejar paso a la naturaleza o a la obra estética. Para desprenderse, e incluso borrar, las huellas del proceso, de la metodología, del camino transitado.
El ensayista también alude varias veces a Jorge Luis Borges, y en especial a su relato Funes el memorioso . El personaje es incapaz de olvidar hasta el más mínimo de los detalles cotidianos, y, precisamente por ello, es incapaz de comprender las ideas generales. “Pensar es olvidar diferencias, es generalizar”, nos dice el narrador del cuento. Por eso, desde los antiguos, la capacidad de olvidar es indispensable para conocer y vivir. En Homero, se nos habla del nepente, brebaje que alivia a los hombres y, como las aguas del Leteo, consigue que no recuerden el dolor de su pasado. También es Borges quien dice que la imaginación es la capacidad de mezclar, equilibradamente, memoria y olvido. Y de ahí parte Hyde para señalar “dos categorías beneficiosas del olvido”, que desarrolla a lo largo del libro. En primer lugar, cuando la mente se aferra en exceso a sus hábitos de pensamiento –¿cuántas veces hemos sido esclavos de nuestros prejuicios?– y, en segundo lugar, cuando, por el contrario, acordarnos de todos los detalles nos impide adentrarnos en el necesario mapa de los conceptos.
Eso ocurre cuando hablamos de las formas del conocimiento. Pero también la constitución de un Estado está basada sobre una mixtura de olvido y memoria. La esencia de una nación es que, según Hyde (que hace suya una cita de Ernest Renan), “todos sus individuos tienen mucho en común, y también que todos han olvidado mucho”. En las familias ocurre algo muy similar. “Se conocen a sí mismas mezclando recuerdo y elisión”, apunta.
En una línea similar trabaja alguien como David Rieff en Elogio del olvido, un ensayo que se publicó en España hace algo más de dos años, y en el que el periodista –que cubrió en primera persona la guerra de los Balcanes– se pregunta por “las paradojas de la memoria histórica”. La cuestión de si la rememoración histórica se construye, se imagina o se crea por voluntarismo, nos avisa el también crítico cultural, es de profunda importancia porque “los mitos y las leyendas pueden ser históricamente tan importantes y políticamente tan vigorosos como la realidad”.
Hyde también habla de paradoja cuando se refiere a la reconciliación. “Es necesario olvidar y recordar al mismo tiempo”. Citando a Kierkegaard, nos muestra que el olvido es como unas tijeras con las que recortas lo que ya no te sirve, y lo haces “bajo la suprema dirección de la memoria”. ¿Qué estamos dispuestos, pues, a olvidar voluntariamente para que el presente no caiga en las trampas de la venganza permanente? ¿Y qué no podemos dejar escondido, en las cunetas de nuestra historia personal y colectiva, si queremos que la actualidad sea consecuencia de un contrato social consciente y deliberado? “Los que insisten en la centralidad del perdón tienen razón hasta cierto punto. Pero el perdón no es suficiente porque no puede sustraerse de su propia contingencia”, señala Rieff. Sin embargo, añade que sin la opción del olvido, “seríamos monstruos heridos”. Monstruos inconsolables.
Hyde afirma, de todos modos, que la amnistía no significa –ni ahora, ni en la vieja Atenas– amnesia ni silencio. Funciona como un oxímoron, en el que los ciudadanos acuerdan “olvidar lo inolvidable”. No es algo inasumible si diferenciamos la acción simbólica (pensamiento, habla, escritura) de la acción en la práctica (como los actos de venganza). Así, desde los antiguos, se logra expresar el dolor y la ira –y la ficción es buena herramienta para hacerlo– mientras todo el mundo promete no alimentar la rueda insaciable de la violencia, capaz de girar con más virulencia, si cabe, generación tras generación.
Los espíritus de lo inolvidable son las furias, que se aferran al recuerdo del daño y el dolor, de la herida y la injuria. Se llaman, nos recuerda el ensayista, Inquina, Despiadada y Venganza. “Hinchan el presente con el pasado indigerido”, subraya. En la tradición retórica, el árbol de la memoria hunde sus raíces en sangre. La invitación de Hyde es convertir “la discordia fundacional” que toda sociedad arrastra en un relato simbólico, no en una disputa fáctica. La lápida se convierte, así, en el signo que mejor reúne esa decisión consciente de olvidar y recordar en un mismo acto. Pero el ensayista nos advierte: hay dos tipos de enterramiento, en uno se oculta algo porque no podemos soportar mirarlo; en el otro, se entierra porque ya hemos terminado con ello. Ha sido revelado y examinado, y ahora ya se puede cubrir con la dignidad que merece. Para olvidarlo todo, sin olvidar nada.
Albert Lladó