¿Quién enseña a traducir?, por LLuís Maria Todó
11/1/2012
Una de los medios más seguros de generar palabrería inútil y fácilmente
olvidable es convertir una actividad humana cualquiera en disciplina
académica. Los universitarios lo sabemos muy bien: si el especialista
en la materia correspondiente quiere conservar su puesto de trabajo, o
ascender en el escalafón y ganar más dinero y más poder (ese irrisorio
poder académico), debe hinchar su currículum hasta el volumen deseado y
para ello está obligado a asistir a congresos y presentar
comunicaciones, debe escribir y publicar en revistas de su
especialidad, y ello tanto si tiene algo que decir como si no, tanto
si ha hecho algún hallazgo interesante como si no, tanto si lo que
escribe hace avanzar el conocimiento de la materia que enseña como si
no. Los ingenuos llaman a esta actividad “investigación”, o en catalán
“recerca”, que suena más solemne, no sé por qué.
Pero así como es innegable que hay saberes en los que la investigación
hace avanzar o mejorar el conocimiento, como es el caso de las
ciencias, ya sean puras o aplicadas, hay otras disciplinas académicas
en las que eso es muchísimo más dudoso. Las Humanidades parecen un caso
evidente de este segundo supuesto, con algunas excepciones: la
filología tradicional, por ejemplo, donde el descubrimiento, estudio y
edición de textos antiguos es un avance indiscutiblemente útil; pero al
exigir conocimientos profundos, variados y difíciles, pocos se dedican
a ella. También la historia entraría en este mismo ámbito: es necesario
excavar ruinas, estudiar archivos, editar documentos, en definitiva
recopilar información, y acrecentar así un saber indudablemente
provechoso.
Pero en actividades más especulativas como la filosofía o las teorías
de la literatura o de la traducción, ¿es seguro que exista tal
progreso? En el primer caso, algunos de los mejores filósofos,
Nietzsche por ejemplo, lo han cuestionado. En el segundo, la relectura
de los miles y miles de paginas escritas en los últimos cincuenta años,
especialmente en el ámbito académico, sobre teoría literaria y teoría
de la traducción podría hacer vacilar los principios de los más
crédulos, además de provocar las más de las veces aburrimiento, otras
veces sonrojo o incluso risa.
Sin embargo, en la práctica universitaria concreta, conviene
distinguir: no todos los estudiantes de filología ansían ser
escritores, la mayoría de ellos saben que van a ser profesores de
literatura, pero en cambio, se supone que los estudiantes de traducción
quieren ser traductores, y ese es un oficio que exige, además de un don
natural, algunas técnicas y saberes prácticos. Unas técnicas y saberes
que en principio poseen los profesionales del oficio, es decir, los
traductores, y no necesariamente los teóricos de la traducción. Y a
pesar de todo, en Europa, los traductores, sobre todo los traductores
literarios, siguen siendo los grandes ausentes de los centros
universitarios donde se enseña traducción literaria, tal como muestra
un estudio que presentó recientemente en Bruselas la Plataforma Europea
por la Traducción Literaria. La academia sigue mirando con recelo a los
traductores literarios, tal vez porque traducen pero no “investigan”, y
olvida algo obvio: que los estudiantes de traducción quieren aprender a
traducir, no a especular sobre la traducción.
Lluís Mari Todó
El Mundo, 11 de enero de
2012
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