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La rara virtud de Galeano
Matías Néspolo14/4/2015



(Foto:eg)
 
Recuerdo como si fuera hoy la circunstancia exacta, hasta el más mínimo detalle, en que lo leí por primera vez. A los tiernos 17, como en la canción de Violeta Parra, viajaba con la mochila a las espaldas un verano austral por un abrupto camino de montaña a la caja de un camión junto a cholos icholitas cargados de productos por mercadear rumbo a Oruro. El libro que abría entonces hablaba en sus primeros capítulos de la miserable ciudad colonial olvidada de la mano de Dios que había dejado atrás hacía un par de horas: Potosí. Recuerdo la sorpresa de descubrir que esta misma ciudad había sido una febril y lujosa metrópolis, una de las más pobladas del siglo XVII, en la cual se podía incluso asistir a la ópera. Y ¿qué quedaba de todo aquello? Nada, absolutamente nada. Nada más que miseria y desolación. Igual que no quedaba ni una sola onza de plata en las entrañas del cerro de Potosí, que los mineros y portadores todavía seguían perforando por migajas devaluadas de estaño.

Sobra decir que en aquellos días este tierno lector que yo era ya había hecho sus primeros pasos con Marx y Althusser en el curso de ingreso de la universidad y no era del todo inocente, pero el impacto de aquella lectura iniciática no tenía punto de comparación. Porque la acumulación originaria de capital que había permitido la Revolución Industrial, de la cual hablaba Marx, había salido de allá, del desolado paraje que nadie quería ver, del expolio y saqueo de Potosí. El libro al cual me refiero era, por supuesto, Las venas abiertas de América Latina, la obra de cabecera de la idealista generación que me precedía, que había intentado infructuosamente cambiar el trágico destino latinoamericano a costa de su propia sangre.

Muchos años después Eduardo Galeano renegaría un poco de aquel libro de juventud ya demasiado célebre que había publicado el 1971, con sólo 31 años, porque, confesaba, sus conocimientos de entonces no estaban a la altura de la ambición de Las venas abiertas de América Latina, un exhaustivo estudio de historia y economía política del subcontinente sudamericano desde la depredación de la conquista al expolio del imperialismo norteamericano en el siglo XX. Y es cierto que mucho más conseguida y rigurosa fue su trilogía Memoria del fuego, integrada por Los nacimientos (1982), Las caras y las máscaras (1984) y El siglo del viento (1986), o incluso su descarnado testigo de las dictaduras argentina y uruguaya Días y noches de amor y de guerra (1978) tenía quizás una eficacia política inmediata superior.

Pero en todo caso, en Las venas abiertas de América Latina ya brillaba el germen de esta rara virtud que Eduardo Galeano desplegaría con maestría en el conjunto de su obra, incluso en los textos, se diría que menores, en los cuales se ocupó de sus pasiones, como El fútbol a sol y a sombra (1995): la pasión por el Nacional de Uruguay que compartió con su viejo compañero de ruta Mario Benedetti.

No me refiero a su estilo ágil y plástico, ni a su eficaz registro híbrido siempre a caballo entre la poesía, el relato, el ensayo, el testigo y la denuncia, ni siquiera a su fina y demoledora ironía; sino a su capacidad innata para convertir la perenne injusticia -de cualquier tipo, incluso la más lejana o abstracta- trabajando con la palabra en una realidad palpable, cercana y mobilizadora que irremediablemente compromete al lector, de una manera u otra, a combatirla. Sospecho que aquí radica la fuerza de Las venas abiertas..., un texto de época que nunca envejece, porque no importa cuándo, dónde o a qué edad sorprenda al lector, que siempre será una mobilizadora lectura iniciática. Si “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”, como decía el uruguayo, ya nunca más seremos los mismos después de leer a Galeano.


   
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