Domingo, 22 de diciembre de  2024



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Ada Soriano conversa con Agustín Calvo Galán, autor del libro ''Cuando la frontera cerraba a las diez''
acec30/7/2020



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Me atrapó Cuando la frontera cerraba a las diez (Amargord Ediciones, colección Amsel de poesía, 2020) de Agustín Calvo Galán (Barcelona, 1968). Leí el libro ininterrumpidamente en una noche. Se me hicieron las tantas mientras tomaba mis anotaciones, y no me importó. Y fue porque esta frontera «se describe como una línea pero es un sable/ abierto por la mitad y sin empuñadura un/ ciempiés en el mismo borde del congosto del/ Tarn: arrugándose y con sus patitas excavando un/ camino que no evita/ su caída […]».


Me sedujo la desbordante imaginación que ocupan estas páginas (la sorpresa que aguarda cada una de ellas), la trama (a modo de filme cinematográfico), la precisión del lenguaje (intenso y sin adornos vacuos), las licencias en la escritura (bien aplicadas), la poesía y la música (que van de la mano) y esta manera de caminar: «Llegaron despuésde toda una tarde/ conduciendo por carreteras mal asfaltadas, sin/ hablar entre ellos, sin líneas blancas, sin un camino/ en medio para guiar sus diferencias. Él había/ pensado: nuestro lodo endurecido. […]».


Agustín, en tu Entrevista imaginaria te haces preguntas acerca de Cuando la frontera cerraba a las diez y declaras que este nuevo libro «es poesía, narrativa, viajes, prosa poética y autoficción. Todo a la vez». ¿Podríamos hablar, pues, de un género que se mueve entre varias fronteras?

Sí, la frontera me parece un territorio fantástico para explorar caminos nuevos en todos los sentidos, también en los límites entre géneros literarios. En este libro quería que la frontera política entre Portugal y España fuera la metáfora o la representación de todas esas barreras impuestas —por tradición, por conveniencia, por ignorancia o por miedo a lo desconocido— que, en un momento dado, uno se encuentra bajadas y que nos limitan o delimitan, a veces nos identifican y otras veces nos aniquilan. Sin embargo, me gustaría señalar que en esta ocasión mis veleidades han sido más poéticas que narrativas. Así que si tuviera que dar una referencia o una definición más específica a lo que he escrito diría que son unas prosas poéticas con una narración de fondo.



¿Por qué la frontera cerraba precisamente a las diez?

La verdad es que no sé a qué hora cerraba la frontera. El hecho que nos sucedió, y que da origen a este libro, es que volviendo a España desde Lisboa en coche nos encontramos la frontera de Valencia de Alcántara cerrada. Te estoy hablando del año 1990 o 1991. Era ya de noche y, como se nos habían acabado los escudos, queríamos pasar a toda costa al lado español. La cuestión es que no sé exactamente qué hora sería y nos encontramos con aquella barrera. Creo que la cuestión importante aquí es retratar un tiempo pasado en el que las fronteras políticas se podían cerrar en cualquier momento. Curiosamente, durante la pandemia del coronavirus lo hemos vuelto a experimentar. Por otro lado, ahora la gente joven que no ha salido de Europa no sabe lo que es una frontera de verdad. Nos hemos acostumbrado demasiado rápidamente al denominado Espacio Schengen. Pero no hace tanto, por ejemplo, yo recuerdo haber llegado en tren hasta la frontera de Cerbère y allí haber pasado la aduana francesa para después poder coger un tren francés rumbo a París. No podemos olvidar que las fronteras siguen ahí y que el derecho a movernos libremente por Europa es algo tan excepcional que, en cualquier momento, especialmente si no lo defendemos, lo podemos perder.


Tu libro está escrito en primera y en tercera persona, y en él aludes a una frontera interpersonal, incluso personal. ¿La clave reside en «la gesta/ imprevisible de entenderse»?

Sí, has dado en el clavo. Entender y entenderse me parecen los únicos caminos posibles no solo hacía el conocimiento de uno mismo y de los otros, sino también un puente de humanidad hacia el futuro. No es tarea sencilla. Ahí está la pareja como punto de conflicto y entendimiento. Se trata de un campo muy abonado, como todo el mundo sabe, para la creación literaria. Es un tema caleidoscópico que me apasiona: entender al otro, y por extensión entender otras realidades, otros idiomas… A menudo lo más difícil es entender al que tenemos más cerca o incluso a uno mismo. También está ahí mi idea de entendimiento entre los países, entre las colectividades, y la importancia de la concordia. Siempre que voy a votar, pienso si estoy votando por la concordia o por la discordia. Me resulta tremendamente repugnante la gente que vota por la discordia y la división. Es decir, me resultan aún más repugnantes los votantes de ciertos partidos políticos que los políticos en sí de esos partidos. Si están ahí, tan ricamente sentados en sus escaños, escupiendo y mintiendo, embruteciendo la realidad, es porque alguien les ha votado. Por eso me parece tan importante el proyecto de la Unión Europea, con todos sus defectos y cuestiones a mejorar. Cuando uno estudia historia y ve lo que ha sido Europa —un continente siempre en guerra—, tiene que felicitarse porque, por fin, tengamos el diálogo, el entendimiento y la concordia como única vía para solucionar nuestras diferencias y avanzar juntos. Por eso también me parece fascinante el Tratado de Tordesillas, y no porque —como habitualmente se dice y hemos estudiado— Castilla y Portugal se dividieran el mundo, sino porque dos reinos, dos países, se pusieron de acuerdo y pactaron unas reglas por primera vez en la historia para evitar futuros conflictos. ¿No es eso magnífico? Desgraciadamente, como los españoles nos explicamos tan mal nuestra historia a nosotros mismos, no somos capaces de ver las cosas a resaltar y sentirnos orgullosos (que no son, precisamente, las de nuestro pasado colonial o conflictivo), y por tanto no sabemos reivindicar y valorar lo que, realmente, asombraría al mundo.


Veo en tu libro dos viajes alternos: uno hacia un lugar geográfico concreto, como es La Raya de Portugal, y otro hacia el interior. ¿El viaje realmente iniciático es el interior? Decía el poeta belga Henri Michaux: «Escribo para recorrerme».

Por supuesto, no hay mayor viaje que hacia el interior de uno mismo, pero yo siempre intento hacer un viaje hacia el otro: no hay cosa que me guste más que salir de mí, olvidarme de mí para pensar en el otro. Je est un autre, que diría Rimbaud. Además, creo que esa es una manera honesta de acabar hablando de uno mismo sin caer en el narcisismo o el egoísmo. La escritura, en el fondo, solo puede ser eso; un viaje desde uno mismo hacia el mundo y viceversa. En ese sentido, el trabajo con el idioma —que es un fenómeno de la colectividad— es fundamental para mí, tal vez porque vivo en una realidad bilingüe —mal que le pese a los extremistas de un lado y del otro—. Mi relación con el castellano es especialmente íntima, personal, intransferible… y así entiendo yo la poesía, como una búsqueda personal, como un viaje al idioma y al pensamiento, como una lucha o un amor/odio por la lengua. Eso sí, no hago de mi lengua un territorio para el nacionalismo. Eso ya lo hacen muchos. Siento que todas las lenguas que entiendo son mi patria, pero también las que no. En una ocasión, volviendo desde Burdeos a España, al ir acercándome a la frontera de Irún, sintonicé una emisora en euskera y sentí, como nunca antes había sentido, que aquel idioma del que no entendía absolutamente nada también era mío.



Aquí la música está muy presente, desde el excéntrico coleccionista de sombreros Elton John, pasando por Amália Rodrigues, Cassandra Wilson, Falla, Granados, Albéniz, hasta Dvorak o Rachmaninoff. De hecho, en tu novela El violinista de Argelés ya aparece tu profundo amor a la música. ¿«La música inevitable»?

No puedo vivir sin música, se cuela en todo lo que escribo, es como si no lo pudiera evitar. También se me cuela lo que voy leyendo, aunque eso no es tan evidente. Me gusta que lo que escribo sea como cedazo que capta no solo lo que pienso o digo, sino la realidad que me envuelve, los ruidos, los arañazos de la vida, la materialidad de la existencia, etcétera, mientras escribo.


En Alguien lo sabía, ¿rindes homenaje a tu madre, a todas las madres? Es decir, ¿a la sabiduría que da la experiencia de ser madre?

Sí, quería hacer un pequeño homenaje a mi madre —y, por extensión a todas las madres, por supuesto—, aunque no tanto por la sabiduría —que también— como simplemente porque si alguien le pregunta a ella de dónde es, siempre responde que nació en la provincia de Orense, cerca de la Raya. Y también porque ella ha aportado a mi vida otro idioma: el gallego, otra frontera a explorar.


Por tu variedad de registros, en alguna ocasión te han considerado como un poeta ecléctico. ¿Estás de acuerdo con esa definición?

No sé si aspiro al eclecticismo, pero lo que nunca quisiera es caer en el pastiche. Lo cierto es que intento que cada libro que escribo sea diferente a los anteriores en casi todo. Escribir es recorrer muchos filos estilísticos de una forma casi insensata o inconsciente, avanzando en lo desconocido, haciendo equilibrios con la tradición y no dejándose tentar demasiado por el lado oscuro del sentimentalismo o de la autocomplacencia. Por otro lado, el eclecticismo podría ser una forma de aceptar las propias contradicciones en materia estética y cultural. En cualquier caso, no quiero ser yo quien me ponga o refrende ninguna etiqueta.


Mantienes un blog muy reconocido, pero anteriormente creaste otro que ya es célebre, puesto que aparecieron poetas consagrados junto a otros menos conocidos o que comenzaban su andadura.

¡Ah! ¡Los blogs! Hace años estuvieron de moda, todo el mundo que se preciara tenía uno. ¿Recuerdas? En aquella época creé e hice crecer el blog de «Las afinidades electivas» —que traía a España una iniciativa que ya se estaba desarrollando en algunos países de América— con la inocente intención de interconectar poetas. Al final, había crecido tanto que tuve que matarlo antes de que él acabara conmigo. Pero ya todo eso es historia. Ahora son las redes sociales las que mandan. Yo mantengo mi blog personal vivo por puro anacronismo.


¿Crees que la poesía goza de buena salud, como están repitiendo los medios de comunicación, o es solo una ilusión pasajera?

La poesía es la cenicienta o la parienta pobre de la literatura. El público lector de poesía es escaso, siempre lo ha sido y ahora no creo que sea diferente. Al menos, cuando a la verdadera poesía nos referimos, a nivel de base hay músculo, sigue habiendo bastante gente haciendo cosas interesantes, continuando o rompiendo la tradición milenaria de la poesía hispánica; sigue habiendo un puñado de editoriales con criterio y se editan revistas voluntariosas por todo el país.

Sin embargo, en la poesía más publicitada del país nos encontramos con el conocido fenómeno de los premios de poesía, privados y públicos, muy bien dotados económicamente, la mayor parte de los cuales no sirven para promover la literatura en sí, sino para el agradecimiento o enriquecimiento de ciertos amiguitos, reseñistas de periódico, lameculos de ciertos editores o elementos cercanos al poder. Solo hace falta fijarse en cómo se repiten o se intercambian los nombres de concedentes, premiados y editoriales. Todos ellos son poetas mediocres y aburridos que no aportan nada, salvo obviedades, se revuelcan en sus circunstancias experienciales y dicen atraer a los lectores con certidumbres. Algunos hasta tienen cargos en las instituciones culturales más importantes del Estado o salen en las tertulias de las cadenas de televisión señalando con sus deditos —manchados de amañar premios— las pajas en los ojos ajenos de la corrupción.

Es algo que se viene denunciado desde hace ya mucho tiempo en los ambientes poéticos, pero que nunca ha trascendido en los medios generalistas. ¿Por qué será? Estuvo a punto de trascender cuando el editor más corrupto tuvo la desfachatez —me encanta esta palabra porque incluye en su interior otra: facha— de decir, en una entrevista, que no había buena poesía escrita por mujeres en España. Se montó un poco de ruido mediático, pero enseguida se tapó todo.

Por otro lado, en otro nivel diferente está ese fenómeno actual de la poesía youtuber, o instagramer o influencer, o como se le diga ahora a la adolescencia, formada por los hijos aventajados de los poetas de la experiencia a los que antes me refería, evas y adanes bellamente iletrados que han venido a salvarnos de nuestro alambicamiento intelectualoide publicando en supuestas buenas editoriales e hipertrofiando la sección de poesía de los grandes almacenes de libros. En otra época teníamos a Corín Tellado, ahora los tenemos a ellos. Está claro que lo suyo no es la poesía sino otra cosa que nada tiene que ver con la cultura, llámale mercadotecnia.


Ada Soriano
El Cuaderno


Ada Soriano (Orihuela, 1963), dedicada desde temprano a la actividad cultural, fue codirectora de la revista de creación literaria Empireuma y colaboradora de la revista sociocultural La Lucerna. Ha publicado las plaquetas Anúteba (Empireuma, 1987) y Alimentando lluvias (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2000), así como los libros de poemas Luna esplendente o sol que no se oculta (Empireuma, 1993), Como abrir una puerta que da al mar (Biblioteca Pública Fernando de Loazes, 2000), Poemas de amor (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2010), Principio y fin de la soledad (Cátedra Arzobispo de Loazes, Universidad de Alicante, 2011), Cruzar el cielo (Celesta, 2016) y Dondequiera que vague el día (Ars Poetica, 2018). Asimismo ha publicado No dejemos de hablar, entrevistas a 19 poetas (Polibea, 2019) Ha colaborado en diversas revistas literarias y ha sido incluida en varias antologías.


   
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