En esas palabras de El mago de Viena está concentrado todo Pitol, con su gran apuesta por tomar riesgos de todo tipo al escribir. Y está tanto el perfecto conocedor de los problemas que esto comporta como el sabio que no ignora que un escritor ha de atreverse a buscar la felicidad: “Hay libros y cuentos que en el momento de componerlos me han producido una satisfacción enorme. Es el momento de la escritura, cuando llega el tema y los detalles y ves que la literatura lo capta bien. Escribo sobre una serie de escritores, que son como una liga de mi obra completa. No escribo sobre ellos desde una forma académica, sino desde mi relación más íntima con los que más me han gustado. Yo, por ejemplo, no podría escribir sobre un libro que no me gustara o que me aburriese, siempre he escrito sobre lo que me ha gustado. Entonces cada libro es más una crónica de la felicidad, de la felicidad vital que da la buena lectura, los amigos, los amores, los viajes y los momentos de vida que son privilegiados”.
Estas palabras se abren a un paisaje, a una vista completa del lado más luminoso del gran Pitol, explican la alegría de la escritura cuando entra en contacto íntimo con las lecturas que más huellas dejaron en quien escribe. Aún me parece oírle al maestro, una mañana en su casa de Xalapa, hará ya un cuarto de siglo, unas horas después de que me hubiera jugado la vida en la noche de Veracruz y él no diera crédito a que yo siguiera riendo y aún creo estar ahí observando con asombro cómo de pronto fue pasando de la felicidad y la luminosidad a la sombra en lo que me pareció –increíble incursión de la literatura en la vida– un suave alarde técnico, ya utilizado en Nocturno de Bujara, donde pasaba de la narración al ensayo sin que nadie lo notara.
Un novelista, escribió, es alguien que oye voces a través de las voces y con ellas va trazando el mapa de su vida y es alguien que sabe que, cuando ya no pueda hacerlo, le llegará la muerte, no la definitiva, sino la muerte en vida, la hibernación, la parálisis, lo que es infinitamente peor. En estas líneas de sombra mi amigo y maestro pareció ya presentir de algún modo problemas, futuros graves escollos con los que lidiaría en los últimos años: problemas de lenguaje, de comunicación verbal; aunque, al principio, supo construirse un sistema de señales que le permitía relacionarse con cierta precisión con amigos y colaboradores, como el día en que recibió en su casa de Xalapa el premio Alfonso Reyes y dijo a los asistentes que le debía al gran escritor mexicano y a los varios años de tenaz lectura de su obra la pasión por el lenguaje: “Admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria”. Tal vez por esto, a partir de un cierto momento, el narrador de las historias de Pitol pasó a ser también un ensayista de la estirpe de Reyes, su maestro. Porque esa voz en primera persona que nos habla en El arte de la fuga ya estaba, años antes, en Nocturno de Bujara, una de las piezas clave de su obra, narración en la que alguien trataba de recordar lo que había ocurrido en la noche anterior, pero observaba que se le escapaba algo esencial que no lograba evocar mientras que en cambio recordaba detalles insignificantes.
Nocturno de Bujara, escrito en noviembre de 1980, se preguntaba qué quedaba de lo real en toda tentativa de recuento y a la vez parecía preguntar si escribir ficción no será como recordar algo que no ha sucedido y de lo que retenemos tan solo fragmentos. Me acuerdo, me acuerdo de los momentos privilegiados. En aquellos años, Pitol reavivó la figura del lector activo, de la que se empezaba a perder el rastro. Y hoy podemos ver que las huellas de ese lector llegan intactas hasta las mismas puertas de su casa de Xalapa, donde se ignora si el escritor, en los días finales, siguió siendo feliz.
Enrique Vila Matas
Artículo publicado en El País